Por Mireya Márquez Ramírez
En estos días hemos atestiguado un caso que debería encender todas las alarmas democráticas: el proceso judicial iniciado por la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, contra el periodista Jorge Luis González Valdez, ex director del diario Tribuna, bajo la acusación de promover discursos de odio y violencia de género. ¿O no le parece un abuso de poder la millonaria multa que le impuso una jueza, la prohibición de ejercer el periodismo por dos años y el ordenamiento del cierre del medio (que no dirige ya desde hace años), más los días que ya pasó en prisión? ¿Por qué no se juzgan con esa misma eficiencia y celeridad todos los delitos cometidos en la entidad?
No se trata de una anécdota local, sino de un síntoma preocupante, un microcosmos que refleja una peligrosa tentación autoritaria: la de usar empeños legítimos como un escudo para silenciar la crítica y amedrentar al mensajero. Analicemos la situación más allá del titular. En su núcleo, este caso plantea una colisión de principios fundamentales. Por un lado, la innegable y urgente necesidad de erradicar la violencia política de género, una lacra que ha obstaculizado y lastimado la participación de las mujeres en la vida pública de México. Por otro, el pilar sobre el que se sostiene cualquier democracia funcional: la libertad de expresión y el derecho de la prensa a actuar como un contrapeso crítico del poder.
Otro principio que parece olvidarse en esta querella es la naturaleza misma del servicio público. Quien aspira y ocupa un cargo de elección popular, sea hombre o mujer, firma un pacto implícito con la ciudadanía: el de someterse a escrutinio público. Este escrutinio no siempre es amable, cómodo o halagador. De hecho, su valor reside precisamente en su capacidad de ser incisivo, cuestionador y, a veces, implacable.
Los funcionarios públicos, por su investidura y los recursos disponibles, tienen un umbral de tolerancia a la crítica mucho más alto que un ciudadano privado. La prensa, en su rol de vigilante —el famoso watchdog—, tiene la función y el deber de fiscalizar sus acciones, señalar inconsistencias y denunciar posibles abusos, incluso si no es desde la neutralidad política. Limitar esta función es, en esencia, limitar el derecho de la sociedad a estar informada.
Aquí es donde el desbalance de poder se vuelve un factor aterrador. No estamos ante un debate entre iguales. De un lado tenemos a una gobernadora que detenta todo el aparato del Estado: el poder jurídico, financiero y político para sostener una larga y desgastante batalla legal. Del otro, a un periodista cuyo único capital es su credibilidad y la plataforma de su medio que, en todo caso, solo está obligado a rendir cuentas a sus lectores, no al poder.
Cuando una figura del calibre de Sansores utiliza el sistema judicial contra una voz crítica, el mensaje trasciende al individuo acusado, sean cuales sean las particularidades. Se convierte en una advertencia expansiva para todo el gremio periodístico: “Esto es lo que les espera si se atreven a cuestionarme”. Es una estrategia de silenciamiento por ejemplaridad, un mecanismo que fomenta la autocensura y erosiona el debate público.
Es fundamental entender que estas acciones no ocurren en un vacío. La persecución judicial a periodistas resulta una táctica de manual en regímenes con derivas autoritarias, en populismos que buscan polarizar y en gobiernos que actúan por revancha política. Se presenta al periodista no como un crítico, sino como un enemigo, un adversario al servicio de intereses oscuros.
Los efectos reales de estos procesos van mucho más allá de una sentencia. El principal castigo lo representa el proceso en sí mismo, es decir, la asfixia económica a través de costosos litigios que pueden quebrar a medios pequeños o a periodistas independientes; el desgaste psicológico y el descrédito público que minan la moral y la carrera del acusado; y, el más peligroso de todos, la creación de “desiertos informativos”, zonas de silencio donde otros periodistas, por temor, deciden no investigar más a ciertos actores políticos, para dejar a la sociedad desprotegida y a merced del poder sin contrapesos.
Es crucial ser enfáticos en este punto: la violencia política de género es real y devastadora. Sin embargo, existe un riesgo mayúsculo en la instrumentalización de esta causa. No toda crítica dirigida a una funcionaria –por dura que sea– constituye automáticamente violencia de género. E incluso si la hubiera, existen otros cauces para evidenciarla. Utilizar esta grave acusación como un arma para descalificar a la opinión crítica no solo pervierte el propósito de la ley, sino que banaliza y diluye el concepto mismo de violencia de género.
El camino judicial siempre será la herramienta equivocada para dirimir desacuerdos con la cobertura mediática. Las sociedades democráticas han desarrollado mecanismos mucho más sanos y constructivos para ello, como los defensores de audiencias o la autorregulación periodística. Además, si un funcionario considera que un reporte periodístico es falso, impreciso o malintencionado, el recurso idóneo es el derecho de réplica. Éste permite un debate de cara a la ciudadanía, con el cual se pueden presentar datos, desmentir cifras, comprobar hecho por hecho y contrastar versiones.
La réplica enriquece la conversación pública; la querella judicial busca clausurarla. Recurrir a los tribunales para castigar a un periodista o medio es una práctica inadmisible que denota una profunda incomprensión del rol de los medios y una nula vocación democrática. La crítica, el cuestionamiento y la denuncia no son anomalías, son variantes esenciales de la función social del periodismo.
Esto nos lleva al problema de fondo: la visión que ciertos actores políticos tienen de los medios. Parecen entenderlos bajo un paradigma binario y transaccional. O son “comparsas” que se pueden alinear con prebendas, contratos de publicidad oficial y un trato preferencial, o son adversarios a los que hay que “disciplinar” a través de la presión económica, el descrédito público y, como vemos en este caso, el acoso judicial.
No le corresponde al poder político decidir qué medios y periodistas son buenos y cuáles malos, qué críticas son válidas y cuáles merecen un castigo legal. Los periodistas, en el ejercicio ético y responsable de su profesión, gozan del derecho constitucional de la libertad de expresión. Y en una democracia, somos las audiencias las que gozamos del derecho constitucional a la información, para formarnos nuestro propio juicio de entre un repertorio amplio de posibilidades. El intento de tutelar el debate público, al filtrar las voces incómodas a través del sistema judicial, es un acto de soberbia que subestima la inteligencia de la ciudadanía.
La tentación de romper el espejo para no ver el reflejo es grande, pero conduce al camino del autoritarismo. La defensa de la libertad de expresión y la lucha contra la violencia de género no son objetivos contrapuestos. Al contrario, deben avanzar de la mano. Pero la primera no puede ser sacrificada con la excusa de la segunda. En ese delicado equilibrio se juega, ni más ni menos, la salud de nuestra democracia.