Lo mismo de siempre y la idolatría

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Por Uriel Flores Aguayo

Con serenidad veo a la política mexicana y no dejo de asombrarme de la impresionante similitud con la que veía hace unos cuarenta y cinco años. La clase política, toda, se perpetua en su auto consumo. Si en algo cambia es con las siglas partidistas en las que se cubre. Es lejana a la sociedad, desde que recibe el voto casi nadie la identifica. No siente ninguna responsabilidad con la ciudadanía. No asume compromisos concretos en labores de gobierno ni se comporta como representante popular en su papel de legislador. Es una clase privilegiada. Salvo detalles, es igualita a la de siempre.

Su discurso es fácil, frívolo y manipulador; no informa ni argumenta, mucho menos transparenta. Los votos recibidos valen para todo según ellos, lo mismo para sus cargos que para las reformas que sea. El discurso político simula y dice lo obvio, lo mínimo. No persuade, no dialoga, no razona, no convoca y no respeta. En actos y dichos los políticos viven su propio mundo, donde no entra la realidad de la gente. Por supuesto que hay excepciones, pero la regla es la evasión y ser habitantes de su burbuja. El poder tiene vida propia a partir de los cargos y algunas ideas, casi siempre ocurrencias, se mueven en sus inercias y rutinas: es el sistema. Los gobernantes trabajan para mantenerlo y ampliarlo, mientras que los opositores, en su mayoría, son aliados conscientes o no de su mantenimiento. La sociedad, el pueblo o la ciudadanía son espectadores. Su papel es votar y servir de escenografía en estos tiempos en que predomina el ánimo oficial por los actos masivos.

Decía que hubo partido hegemónico y hasta de Estado con partidos satélites o paleros, lo mismo que ahora. Hace tiempo la oposición era testimonial, casi lo mismo que actualmente. No había Estado de Derecho, ni división de poderes, como lo que está en curso. No se gozaba de libertad de prensa ni se respetaban los derechos humanos, lo mismo que viene. Existía la presidencia imperial, como se vive ahora. Los senadores y diputados únicamente levantaban la mano, tal como viene ocurriendo recientemente.

Es curioso ver tantas similitudes entre lo actual y la política mexicana de hace casi cincuenta años. Es el poder ejercido tradicionalmente, donde apenas se cumple con lo básico mientras la clase política se dedica a disfrutarlo sin asumir responsabilidades. No importan las siglas partidistas en tanto no haya una renovación radical de esas islas doradas. No hay ideologías, la pluralidad es de membretes. Se practica una política demagógica, con discursos orientados al engaño y a la satisfacción del ego de sus promotores.

El divorcio entre la clase política y la sociedad no se puede cubrir con encuestas y reuniones de simulación. Lo real es que a la gente se le invoca para justificar cualquier decisión del poder, pero no se le toma en cuenta. Si los votantes no saben en lo general por quién votan para cargos ejecutivos y legislativos, imaginemos la brutal confusión que habrá cuando tengan que votar por juzgadores.

El discurso oficial es pródigo en mitos y datos falsos, elude la realidad y la verdad. Impulsa una narrativa idílica, un mundo de fantasía para endulzar el oído de sus bases y hacer creer que apoyan un proyecto histórico. Todo gira en torno al culto presidencial como símbolo de los supuestos grandes cambios que están construyendo. Es un asunto de fe. Del líder providencial se extiende el manto purificador a las estructuras del poder y trascienden a ciertas bases beneficiadas con programas sociales, así como a quienes desean pertenecer a algo, y si es una causa que se presenta como heroica, mucho mejor. Son bases precarias que se limitan a ser admiradores de la figura mesiánica del líder, que votan y ya, que no se movilizan voluntariamente a sus actos, donde siempre son reforzados por acarreos de empleados públicos.

Lo más desconcertante es el culto a un líder político hasta de algunas personas con estudios. Se entiende de gente humilde con poco acceso a la información, no de profesionistas. Exhiben cierto grado de enajenación y su renuncia a pensar; caen en cierto nivel de idolatría, absurdo hacerlo por quien está en el poder y seguro boleto a la indigencia intelectual, así como a algún tipo de orfandad existencial.

No pasó gran cosa en este sexenio, mucho ruido y pocas nueces, mucha propaganda y más demagogia. En ningún indicador clave hay algo que celebrar. Lo que se anuncia como epopeya es más de lo mismo en grado mediocre. Lo peor de todo es la disminución artera de la República y la democracia; será titánica tarea de las reservas ciudadanas actuales y los líderes de las nuevas generaciones los que luchen e intenten una forma radicalmente distinta de hacer política y volver a los caminos de la verdad, el decoro, la pulcritud, la tolerancia, el coraje, las convicciones y la inteligencia en México.

Recadito: se hace camino al andar.