¿Es Morena un nuevo PRI?

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Sin un líder cuyo sentido de misión sea la base de la confianza ciudadana y de su legitimidad, un gobierno genérico de la 4T no será mas que otro gobierno común y corriente

Por Alberto J. Olvera

En días recientes ha adquirido renovada actualidad la discusión sobre el carácter del régimen político que está construyendo desde la presidencia Andrés Manuel López Obrador. La victoria de su partido, Morena, en cuatro de los seis Estados en los que hubo elección de gobernadores hace dos semanas ha obligado a reconsiderar el problema de la hegemonía política en México. En este momento crítico no ayuda en nada repetir el mantra de que estamos ante la reconstitución de un nuevo PRI. Más bien es necesario tratar de establecer el carácter sui generis del régimen que se está instituyendo, y que por ahora no es mas que otra versión de los gobiernos de la larga transición a la democracia.

Como ha sido ya discutido en los círculos académicos y políticos mexicanos, López Obrador y su partido representan, en principio, una peculiar actualización de una herencia política que se remonta al siglo XIX y que es el jacobinismo. Se trata de la auto-comprensión por parte de una élite política en momento histórico crítico de que le corresponde asumir una misión trascendente, que implica desplazar a los poderes constituidos, herencia del pasado, y construir una nueva relación de fuerzas que debe expresarse en leyes e instituciones, la formación de una nueva elite política y de un nuevo gobierno, es decir, de un nuevo tipo de Estado. Tal fue el espíritu de los liberales en el siglo XIX en su larga confrontación con los conservadores, con la iglesia católica y con los invasores extranjeros, hasta que se llegó a una convivencia peculiar en el porfiriato a partir de la derrota política del conservadurismo y la conversión del liberalismo en un régimen dictatorial que asumió como misión política la modernización material del país y no la adopción de modelos políticos democráticos liberales (eso sí, siempre respetados formalmente).

La Revolución Mexicana creó un nuevo tipo de jacobinismo que mezcló en una forma novedosa el discurso de la justicia social emanado del pensamiento socialista, el anticlericalismo liberal decimonónico y principios liberal-democráticos propios de la herencia constitucional del pasado. Esa nueva generación estaba plenamente consciente de la imposibilidad de legitimar la sustitución de una dictadura (la porfiriana) por otra (la revolucionaria). Había por tanto la necesidad de institucionalizar un régimen político formalmente basado en una constitución republicana, liberal y democrática, con promesa de justicia social. Sin embargo, la lenta construcción del nuevo régimen implicó la prolongación de la guerra civil revolucionaria de la segunda década del siglo XX en la forma de una especie de guerra de guerrillas política y a veces militar en que las disputas entre las facciones revolucionarias y entre éstas y las fuerzas oligárquicas y empresariales construidas en la modernización porfirista se escenificaron en múltiples formas, espacios y niveles hasta llegar a un relativo equilibrio en el cardenismo. El cardenismo no sólo fue el momento de la verdadera formación del régimen de la revolución, sino que representó la actualización del jacobinismo decimonónico a los proyectos políticos del siglo XX, en especial, el socialismo, en una peculiar versión nacionalista popular. Su misión fue recentralizar el poder político disperso en los primeros 20 años de la posrevolución. El resultado fue la creación del régimen de la revolución mexicana, una novedosa combinación de autoritarismo presidencialista, corporativismo quasifascista, desarrollismo estatista y nacionalismo ideológico, que instituyó reglas de sucesión y de reparto del poder sumamente exitosas, las cuales garantizaron la estabilidad política. Ese régimen entró en crisis en la última década del siglo pasado, agotadas como estaban sus capacidades desarrollistas, su legitimidad histórica y su capacidad inclusiva. La salida a su crisis no fue revolucionaria, como en el pasado, sino democrática y tecnocrática. De un lado, el propio régimen autoritario propició la adopción del neoliberalismo como modelo económico, y apostó a la integración con Norteamérica; por otro lado, y ofreciendo una tenaz resistencia, dio paso a una lenta, penosa y al parecer nunca acabada transición a la democracia que no logró consolidar hasta la fecha un régimen democrático estable y basado en un estado de derecho.

En el contexto de la crisis de legitimidad de los partidos que protagonizaron la disputa electoral en la transición, se abrió un espacio político para una salida populista a la crisis de la precaria democracia mexicana. López Obrador, un consumado insider de la política de la transición, sin ser un ideólogo, se postuló a sí mismo como el representante de una especie de actualización en el siglo XXI del viejo espíritu jacobino. En este momento histórico, AMLO se ofrece como el líder de un pueblo desplazado y olvidado en su confrontación con una nueva oligarquía, la surgida en el periodo neoliberal, aliada a los agentes e instituciones del nuevo capitalismo global. Pero, a diferencia de las dos generaciones previas de agentes del jacobinismo político, López Obrador ha llegado al poder por la vía democrática, y no mediante una guerra o una revolución. Por tanto, su misión es más limitada, acotada, por un lado por las instituciones democráticas construidas en la larga transición a la democracia y por otro, por la inescapable realidad del mercado global en el cual México está estructuralmente inserto. Por tanto, y a pesar de su propio discurso grandilocuente, López Obrador no plantea una refundación política, sino un ajuste de los excesos de los gobiernos de la transición. Por más epopéyico que sea el relato, el proyecto es claramente reformista. En una época postrevolucionaria y en la que están en crisis todos los relatos, no hay espacio para ofrecer un mundo nuevo. De ahí que el discurso de la “Cuarta Transformación” suene a viejo, a restauración simbólica de un pasado mítico.

En la práctica, el proyecto de López Obrador es un intento de reformular, desde el gobierno, las relaciones entre Estado, mercado y sociedad en una forma más justa, equilibrada, en la que el Estado adquiera de nuevo un poder estructural suficiente como para someter a cierta disciplina al gran capital nacional, al capital extranjero y a las viejas corporaciones de la época priísta, distribuyendo al mismo tiempo una renta mayor a los pobres. Siendo atendible este proyecto, lo malo han sido las formas de ejecutarlo. Las ideas de instituciones regulatorias, controles legales, equilibrio de poderes, contrapoderes ciudadanos, etc., tan caras a la tecnocracia (neo)liberal y al sector liberal-democrático de la sociedad civil le parecen a López Obrador irreales, superfluas, utópicas, pues, según su experiencia, en la práctica lo que haga o deje de hacer el gobierno depende del poder relativo del Estado y de los actores económicos, políticos y sociales, y no de los marcos legales. Por tanto, la estrategia de López Obrador ha sido acumular y centralizar el poder rápidamente mediante la suma de más y más miembros de la vieja clase política a su partido, ocupar los espacios administrativos y políticos en el estado con sus fieles, relanzar al estado como actor económico central mediante el “rescate” de la industria energética y la realización de grandes obras públicas, y finalmente, disciplinar en forma particularista, uno a uno, a los grandes capitalistas nacionales y extranjeros. Asimismo, y dado que su proyecto requiere concentrar el poder en su persona, ha tratado de debilitar y/o deslegitimar a las instituciones y actores que tienen autonomía política, especialmente los diferentes sectores de la sociedad civil, los medios de comunicación, las universidades, que mantienen un pensamiento crítico, gozan de una cierta posición privilegiada y exigen un mínimo respeto al estado de Derecho. Para López Obrador las restricciones legales e institucionales son un estorbo a su urgente tarea, una mera herencia legal/institucional que los gobiernos de la transición no respetaron y que ahora quieren que se cumpla para pausar el ritmo de la urgente “transformación” del país. De aquí el carácter iliberal de sus diarias peroratas, lo cual no implica que en verdad se proponga la transgresión del orden constitucional.

El problema del jacobinismo presidencial es su precariedad política e institucional. Es una limitación que comparte con los populismos contemporáneos. En efecto, en tanto respuesta coyuntural a los problemas estructurales de la democracia de partidos que experimentan en general las democracias liberales de casi todo el mundo, el populismo de nuestro tiempo es un fenómeno transicional. Es una forma de lidiar con las crisis simultáneas de representación y de legitimidad que afectan desde hace ya un par de décadas a la democracia en general. El populismo histórico era fundacional, implicaba crear algo nuevo. Los nuevos populismos son mucho más limitados: carecen de ideología definida, se basan en orientaciones afectivas y sostienen la gobernanza mediante la centralización del poder en la figura del líder, quien reclama representar a un pueblo abstracto en permanente lucha contra unas élites ventajosas. Pero estos no son fundamentos duraderos para un régimen. Es una solución temporal que se mueve entre los extremos de la democracia y el autoritarismo. Y conforme evoluciona su desarrollo, estos gobiernos populistas se cargan más y más hacia un lado o hacia otro, terminando su ciclo o en el reforzamiento de la democracia electoral o en el autoritarismo. Por fortuna, hasta ahora son los menos los que han derivado hacia un franco autoritarismo, y más los que conviven con la democracia. En el caso de López Obrador debe reconocerse que hasta ahora no ha hecho nada que nos haga sospechar que pretenda convertirse en un Chávez o en un Ortega.

Los populismos son personalistas, dependen de un líder y, por tanto, en ausencia de éste, por término de periodo de gobierno, muerte o retiro, no es fácil establecer una sucesión ordenada y legítima. Menos aun cuando el líder no crea instituciones, sobre todo un partido digno de ese nombre. Este es el caso del actual gobierno. Morena es un mero instrumento electoral, no un cuerpo articulador ni programático. El gobierno es una administración improvisada e informal, cada vez más en manos de militares y fieles, lo cual ha conducido a la profundización de su disfuncionalidad histórica. Más temprano que tarde mostrará sus fracturas. Y sin un líder cuyo sentido de misión sea la base de la confianza ciudadana y de su legitimidad, un gobierno genérico de la “4T” no será mas que otro gobierno común y corriente.

Por ahora el de López Obrador es un Gobierno más de la larga transición a la democracia, y no un nuevo tipo de régimen. Los gobiernos anteriores tampoco respetaron la ley, hicieron uso de las ventajas de ser Gobierno en los procesos electorales, recurrieron a pactos particularistas para resolver conflictos, cooptaron a políticos de otros partidos cuando fue necesario y conveniente, fueron muy corruptos y trataron de imponerse a otros actores políticos y sociales por la fuerza cuando fue necesario. Lo que ha cambiado es el estilo, el discurso, y la aparición de un líder omnipresente que acapara el espacio público y presume con descaro su desprecio por las formas. Su gesta constituye un correctivo iliberal y populista a los problemas de legitimidad y representación de un sistema de partidos que se autoinmoló en 2018 por exceso de ambición y escasez de inteligencia. Pero, a como van las cosas, parece que el propio López Obrador se autoinmolará por las mismas razones en 2024.

 

Este texto fue publicado originalmente en el diario El País. Agradecemos a su autor la autorización para reproducirlo en La Clave.