Temporada de caza

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Por Darío Fritz

La fascinación por enumerar, por las listas, es intrínseca a la escritura. Umberto Eco las consideraba el origen de la cultura. Parte de la historia del arte y la literatura. Cuando vemos en páginas digitales, diarios, revista, redes sociales, la contabilidad sugerente de los cien libros que debemos leer antes de morir, las diez series románticas del año o las cinco maneras de golpear con un martillo, asoma un recurso ancestral por clasificar -imprescindible para el orden y el enfoque- y llamar la atención.

Así tenemos listas de cosas odiosas, cosas inconvenientes, cosas elegantes (Sei Shonagon); los diez mandamientos (La Biblia); los utensilios (James Joyce); las escritoras casi borradas (Irene Vallejos), los miedos (Raymond Carver); la lista de animales según una enciclopedia china o las cosas que se ven en el agujero negro del Aleph (Jorge Luis Borges); las diferentes bandas de vagabundos (Eco). En el año 64 a. C, Marco Tulio Cicerón recibió de su hermano menor Quinto una lista de consejos a seguir para obtener su candidatura al consulado romano: la apariencia puede ser más importante que las cualidades, busca colaboradores fieles, le escribió en una carta. Cuídate de apoyos inesperados, continuó; convence a los hombres de poder, luego vendrán los demás; gánate el apoyo del indeciso; acércate a los jóvenes, son quienes ponen más esperanza en ti; rodéate de una masa de gente; conoce al enemigo; convence a tu enemigo; acércate al pueblo, halágalo, sé generoso; adula; promete aunque no puedas cumplir.

Hoy, esos doce consejos se aplican in extremis y no hay antípodas ideológicas que los excluyan. En temporadas de caza como las actuales, de candidaturas políticas, llámense presidenciales o no, o campañas electorales, ese breviario de ideas -cabe la duda si quienes lo aplican saben su origen-, cautiva a sus perpetradores.

En el vademécum de la candidata o el candidato en campaña se alternan a la hora de ir por su amado pueblo rasgos desconocidos en ellos: astucia y sinceridad, responsabilidad y simpatía, confianza y cercanía, transparencia y versatilidad, coloquialismo y franqueza, oídos afinados y verborragia simple, candidez y espontaneidad, austeridad, exageración, complicidad, sencillez. Claro que tantas cualidades son parte de la imagen construida -lo que hace más de dos mil años atrás sugería Quinto Tulio Cicerón. Comprobarlas ya es otra cosa. Se puede dilucidar sobre la marcha si tales atributos son naturales, hurgando en información que suele esconderse bajo la alfombra. Otra opción es que el tiempo lo esclarezca cuando la elegida-elegido se ganen el lugar entre las mayorías.

En contraste a esa lista de ductilidades de campaña se explayan en bandeja las enseñanzas que dejó el emperador Publio Elio Adriano, un siglo después de los hermanos Cicerón. Adriano enumeró con agria nobleza otros escenarios al ejercer el poder: “busqué aliados donde pude, corrompí a precio de oro a antiguos esclavos que con mucho gusto hubiera enviado a las galeras, acaricié horribles cabezas rizadas… descubrí que podía ser despiadado (después de echar incapaces y de ejecutar a los peores)… ningún jefe de estado soporta de buen grado la existencia de ningún enemigo organizado… el oro virgen del respeto sería demasiado blando sin una cierta aleación de temor… acepta la guerra como un medio para la paz… envié a Roma a los imprudentes y ambiciosos, hice venir a los técnicos… mi popularidad era lo bastante grande para no vacilar en imponer a la tropa las más duras restricciones”.

En tiempos de la Roma republicana, los candidatos vestían de toga blanca, no sólo como quien lleva un uniforme, sino también como ejemplo de pulcritud y honradez para aspirar a gobernar. En la Atenas de los inicios de la democracia, se creó el referéndum del ostracismo. En una piedra llamada óstrakon se labraba el nombre de un gobernante. Y había más piedras en el listado con otros nombres que la gente rechazaba. La asamblea popular -más de seis mil personas- votaba y quien obtenía el primer lugar se ganaba el destierro por diez años. Ganar implicaba la derrota para el elegido. Los políticos aprendieron así a manipular y sembrar el engaño para sacarse rivales de encima.

La lista de candidatos del presente puede ser infinita. Sobran interesados. Como en las consultas populares atenienses, los aspirantes se van decantando, pero el que vence en el siglo XXI no se gana el ostracismo. Eso se confirma años después de haber entrado en acción. Ya nadie lleva hoy toga blanca. Sería demasiado pretencioso, la honradez es una palabra devastada.

@DaríoFritz