El experimento populista mexicano en cuatro puntos

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Por Ugo Pipitone*

De vez en cuando alguien se acuerda de que existo y siente la necesidad de insultarme. No lo digo porque la cosa me entristezca, sólo me asombra el sacro furor en contra de aquellos que no se suman al coro de alabanzas al jefe. Pero no entristecerme es un defecto mío, porque debería hacerlo rememorando un pasado de nefandos entusiasmos colectivos seguidos de retrocesos civiles y vergüenzas póstumas. Una historia que va de los italianos ante Mussolini, pasando por los delirios masivos ante Perón o a Getulio Vargas con sus ministros nazi-fascistas hasta llegar, en el presente, a esperpentos como Jair Bolsonaro o la postfascista Meloni, quien podría ganar las inminentes elecciones italianas. Paréntesis: la recurrente flojedad de las bases sociales de la democracia italiana se evidenció en los años veinte del siglo pasado y vuelve a mostrarse en los años veinte de este siglo. Moraleja: nostalgias autoritarias y populismos (dos hermanos con la misma exaltada adoración del líder) dominan sobre una izquierda reformista y democrática que retrocede en muchas partes del mundo. Vivimos una época de escepticismo hacia la democracia mientras grandes masas humanas se lanzan con singular entusiasmo a su propia ruina. El irracionalismo vuelve a ganar batallas con líderes tan impresentables como Orbán, Daniel Ortega, Putin, Trump, Bolsonaro, Jaroslav Kaczynski, Erdogan y sepa Dios cuántos más. Justo cuando la desigualdad social y el calentamiento global requerirían dirigentes democráticos y reformadores, en muchas partes del mundo ocurre exactamente lo contrario.

Trataré de razonar alrededor de cuatro puntos, aun sabiendo que este es un ejercicio destinado a atraer las injurias de aquellos que cultivan con devoción su renuncia a pensar. ¿Para qué, si lo hace el Señor presidente que guía los destinos de la patria? ([1])

  1. Populismo y politiquería. Los populistas, en Hungría y en México, piensan que si el líder llegó al poder en elecciones democráticas es, ipso facto, democrático. Lo cual significa que puede erosionar impunemente la separación de los poderes del Estado, desmantelar organizaciones sociales independientes (sin las cuales la democracia es una ficción estéril) y comportarse como el cabecilla de un partido que sólo quiere eternizar su dominio. Todo lo anterior como si hubiera recibido de los electores el salvoconducto para minar la democracia en nombre de la democracia. Un transparente sofisma frailesco con las vestiduras de un postizo progresismo para devotos silvestres.

En Hungría, la clave autoritaria está en el encanto arcaico de “Dios, patria y familia” con un pestilente añadido de xenofobia. En México, la clave del populismo está en el retorno a la armonía perdida del pasado pre-neoliberal. Un mundo de presidentes absolutos entre Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo. Es decir, antes de la globalización, de la revolución tecnológica, de la digitalización y de la revolución de los derechos de la mujer. Nuestro populismo “de izquierda” no mira al futuro para construir, sino al pasado para restaurar. O sea, una izquierda reaccionaria, en estricto sentido etimológico (a la voz reaccionario la RAE dice: “que tiende a oponerse a cualquier innovación”). En lugar que criticar el neoliberalismo para avanzar, se le critica para retroceder al mundo de falsas armonías anteriores a los grandes cambios de nuestro tiempo. En lugar que enfrentar el presente con ideas y proyectos originales, nos refugiamos en la retórica anterior al pecado original (el cambio contemporáneo) que debe ser exorcizado con un recetario vetusto.

El actual régimen mexicano denuesta a los adversarios con la acusa de ser politiqueros. Y aquí, involuntariamente, tenemos otro rasgo definitorio del populismo: hacer política pensando en las próximas elecciones más que en las urgencias del país. Volvamos a la RAE: politiquería es hacer política con “intrigas y bajezas”, lo que resulta tan normal como un retrato de familia. Lo mismo que tener un fiscal disponible a la voluntad presidencial, amedrentar a la Corte Suprema, comprar opositores para aprobar leyes del agrado del Señor presidente, poner en la cabeza de organizaciones sociales que fueron independientes a los propios partidarios, intimidar al órgano que cumplió el anhelo secular de hacer creíbles las elecciones mexicanas. O sea, vaciar la democracia en nombre del pueblo. Si alguien cree que esto es la política, hay dos opciones: o tiene una visión muy pobre de la política o es, digamos así, algo desatento. Politiquería es la palabra inexorable y tristemente correcta para describir el presente.

  1. Tarea fallida: la reforma de las instituciones. Cualquier observador externo de México, por tan basto que sea, no puede dejar de percibir que el problema mayor de este país es institucional. Traducido en cristiano: policías que, en su mayoría, por tradición y costumbre, no tienen sentido del Estado y, consiguientemente, no pueden cumplir con el propio deber; gobernantes y funcionarios públicos más ligados a su parroquia política que a la función pública; jueces que sólo con mucha fantasía podrían considerarse tutores de la ley, etc., etc. Digámoslo en números para dar alguna exactitud a una evidencia que no la necesita. En términos de PIB per cápita, México es el número 68 de 190 países. Pero en cuestión de credibilidad institucional (usando como criterio genérico la percepción de la corrupción) es el número 124 de 180 países. No se requiere mucha imaginación para percibir la evidencia: nuestro mayor retardo frente al resto del mundo es institucional. Esto y una escandalosa desigualdad social y territorial son nuestras lacras. Y con instituciones débiles no puede haber una democracia apenas decentemente funcionante. ¿Por qué la criminalidad es tan poderosa en México? Con nuestras instituciones sería un milagro que no fuera así. Y ese desastre estatal imposibilita cualquier política social o económica con alguna consistencia y credibilidad. Con instituciones quebradizas (y plegadizas ante el gobernante de turno) no es posible evitar que un líder político con un incontrolado frenesí profético y autocrático se adueñe de todo el sistema moldeándolo a su imagen y semejanza. Para eso sirven instituciones sólidas: para combatir la ilegalidad, para dar credibilidad a las políticas públicas, para controlar el territorio y para evitar que un líder desbocado se adueñe de todo el tablero sin una sería resistencia institucional. Si esto es un Estado, ¿el nuestro lo es? La desconsoladora respuesta a esta pregunta entrega México a la condena cíclica de reinventarse en cada sexenio en nombre de la voluntad de un presidente tlatoánico que ve las instituciones como un espacio virginal maleable a su antojo. Así se construyen las autocracias. La democracia es otra cosa.
  2. Populismo, realidad virtual y virtud. El signo inconfundible de los sistemas autoritarios y del populismo (dos sujetos políticos con varias colindancias) es el pavor por la realidad. Recordemos que en la antigua Unión Soviética no se daban las noticias de los terremotos ni de los accidentes aéreos. En la patria del socialismo estas cosas no podían ocurrir. Habían sido removidas por decreto. El rechazo de la evidencia es forzoso porque indica que el mundo, a pesar de mi control del mismo, es más indócil de lo que estoy dispuesto a admitir, y que puede revelar los vacíos e insuficiencias de mi política. ¿Cuál es el remedio? Remover la realidad sustituyéndola con una virtual que ensalza la clarividencia y sabiduría del gobernante. Quien lo niegue es un réprobo, un conservador y, si insiste, un traidor de la patria. Y así, los datos de la mortalidad por Covid son maquillados, los niños con cáncer y las fallas de su asistencia sanitaria ni se asoman en el discurso oficial, la pobreza que aumenta en medio de una cacareada política de apoyo a los pobres es desconocida, los datos sobre la criminalidad que revelan el fracaso de la política gubernamental son presentados como avances que sólo una oposición antipatriótica puede negar.

El gran filósofo rumano Constantin Noica, en una carta de 1957 a su amigo y compatriota Emil Cioran, escribía acerca del socialismo del régimen de Ceausescu: “Un experimento de laboratorio” y por eso “la gente lo sufre permaneciendo ajena”. Y añadía: “El orden socialista no es vivo, no tiene en sí mismo al otro” ([2]). ¿Quién es el “otro”? Es aquel que no está alineado a la verdad oficial, es aquel cuya sola existencia es un fastidio para el gobernante que encarna todas (sin residuos) las sagradas virtudes nacionales.

Volvamos a México. Los objetivos prometidos no se alcanzaron, pero ¿qué importa? Los fracasos no cuentan, lo que importa es que el gobernante es un modelo de virtudes y buenas intenciones incuestionables. De amor a los pobres y a la patria. Y quien lo dude sólo puede escoger en cuál círculo del infierno puede acomodarse. La realidad no cuenta, cuentan las intenciones y las virtudes esgrimidas. Y aquí vienen a la mente las palabras de un gran poeta y pensador francés, quien, refiriéndose a la tragedia de la Primera Guerra Mundial, escribía: “Las grandes virtudes de los pueblos alemanes han engendrado más males que cuantos vicios haya podido crear la ociosidad” y añadía: “Tantos horrores no hubieran sido posibles sin tantas virtudes”.[3] Cuánta barbaridad hemos conocido en nombre de una moralidad sin tacha.

Si se piensa en el drama nacional de la criminalidad en este país, el problema mayor tal vez no esté en el hecho que el gobierno actual no ha podido enfrentar con éxito el reto (habrá que reconocer que el desafío viene de lejos y es peliagudo), sino que rehúsa reconocer una realidad que envenena y amarga la existencia de millones de personas obligándolas a vivir sus vidas con miedo y angustia permanentes. Reconocer la realidad es la única forma para enfrentarla con alguna posibilidad de éxito. Reconocer las propias fallas es el sello de un gobernante honesto hacia su pueblo. Negar o disfrazar la realidad obliga un país entero a vivir en las ensoñaciones de un poder cuya impotencia se vuelve impotencia colectiva. Y esto vale tanto para la criminalidad como para varios temas esenciales para la vida de los mexicanos. Vivir del reflejo de las ficciones institucionales es vivir en una consoladora mentira colectiva. El sueño de la razón alimenta esperanzas suicidas. También es cierto que la política, en general, no se basa en la verdad sino en actos de fe, en creencias, en ilusiones. Pero el populismo hace del espejismo una verdadera ciencia de la gobernabilidad. De eso vive y en eso prospera.

  1. Maquiavelo ya lo había entendido. El experimento populista mexicano mucho se parece a la restauración de un presidencialismo absoluto con la vocación de silenciar las voces distintas a la del Señor presidente. Antes fueron los comunistas y ahora son los neoliberales. El presidencialismo mexicano siempre necesita un demonio para el público escarnio de las masas reunidas para aplaudir al infalible caudillo nacional. Sin embargo, quinientos años atrás un ciudadano de Florencia, un tal Maquiavelo, ya lo había dicho: la solidez democrática de la antigua república romana consistía en que los Tribunos de la plebe habían sido instrumento para contener el poder del senado y de la aristocracia. De esta forma, las instituciones romanas se habían reforzado a través de su pluralismo, del equilibrio dinámico entre fuerzas sociales contrapuestas. El conflicto, decía Maquiavelo, es el alma de la democracia. Sin él, la democracia se marchita hasta volverse una caricatura de sí misma. Quien no entienda que la obsesiva denuncia de sus adversarios de parte del Señor presidente es una embestida contra la legitimidad democrática de las diferencias, tiene dificultades para entender lo que la democracia es.

Si el gobierno mexicano es capaz de extender una invitación oficial, para festejar un 16 de septiembre, a un dictador caribeño (cubano por más señas) como Díaz-Canel, algo no va en la dirección correcta. Entendámonos, el experimento populista mexicano tiene poco que ver con el socialismo autoritario de sello soviético, pero no tiene nada que ver con el socialismo democrático de estilo escandinavo. De Suecia y Dinamarca nos separan nueve mil quinientos kilómetros y sepa Dios cuántas generaciones.

 

([1]). Goering decía: “Yo no tengo conciencia, mi conciencia es el Führer”.

([2]).  Emil Cioran y Constantin Noica, L’amico lontano, Bolonia 1993, pp. 58 y 61.

([3]). Paul Valéry, La política del espíritu, Buenos Aires 1940, pp.24-25.

 

Nacido en 1946 en Saluzzo, Italia. Graduado en Economía por la Universidad de Roma en 1972. Ha dado clases en Santiago de Chile (Escolatina: julio-agosto 1973) y sucesivamente, por diversos periodos, en Lima (ESAN), así como en la UNAM (de 1975-1976). Desde 1987 es profesor investigador del CIDE. Ha escrito una veintena de libros, los últimos de los cuales son: La salida del atraso (1994), El temblor interminable (2006), Modernidad Congelada (2011), La esperanza y el delirio (2015) y El eterno comienzo (2017).