Cuando la lavanda no alcanza

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Por Darío Fritz

La política suele destilar odios. Y más desde tiempos cercanos. Pareciera que quienes más la ostentan siguen esa definición que José Stalin soltó en una reunión de su Consejo de Ministros de la extinta URSS cuando le preguntaron cuál era su día perfecto: “Poder planificar una venganza artística sobre un enemigo, luego llevarla a cabo con suma perfección, y después irme a casa y meterme pacíficamente en la cama”.

Los políticos y gobernantes crean sus enemigos y sobre ellos configuran su existencia diaria para explicarlo todo, aunque le demuestren que dos más dos es cuatro y él (o ella) insistan que es cinco. Así se ponen entre ceja y ceja esa figura enemiga imaginaria (y no tanto), señalan con el índice y salen al ruedo como caballo desbocado: que los culpables son menganito o fulanita de la oposición, los empresarios usureros, los que hacen de la protesta un deporte, el diario tal o los periodistas tales, difamadores de investigaciones falsas y adjetivos hirientes. El imperialismo, los países que nos quieren chupar la sangre, los extranjeros que vienen a quitar el trabajo.

Claro que con la capacidad de irradiar tanta afrenta, obcecados en dividir para reinar, tienen su antídoto para superarlo (además del té de valeriana y la lavándula angustifolia) cuando lo que ellos mismos enfatizan trae contrarréplica de la vereda de enfrente. En ese caso, saben de la sugerencia de Plutarco: “Hay que mantener la calma ante un enemigo y no ceder ante la cólera”. Algo así como nervios de acero y rostro esculpido en piedra. Como el historiador y filósofo moralista griego dejó escrito, ese debe ser el remedio más “digno y hermoso que hay”, para encontrar una salida pacífica. Pero en estos tiempos sería un llamado a reiterar estrategias: dosis más potentes de odio, y posiblemente mayor insomnio, dispepsia y bruxismo.

Enaltecer el odio creando enemigos no solo se hace con palabras. El lenguaje es un instrumento vital como también activar el gatillo del fusil contra jóvenes desarmados en un retén militar (de eso sabe la CNDH) o accionar el misil que destruirá el hospital del adversario en Ucrania o Gaza (Putin y Netanyahu lo disfrutan con inquina feroz). Hay odios sutiles también: Ya no negar la democracia, sino que usarla para luego socavarla desde adentro.

Si así se exhibe poder y privilegios, otros se sienten inmunes para saltar con facilidad a los insultos y ataques personales. Se llamen troles para pisotear las quejas por la inseguridad en las colonias, motociclistas que vengan el desaire del automovilista en el tráfico con el golpe certero al espejo, extorsionadores con libertad para exhibir mujeres en la web, policías que dejan morir asfixiados a migrantes, vecinos dispuestos a linchar asaltantes, sicarios diligentes para asesinar candidatos electorales, periodistas incómodos, madres necesitadas de justicia para sus hijos.

Pero no siempre el odio carga con la idiosincrasia del vengador. Tiene su costado cautivante. Estalla por la camisa manchada en el desayuno, aunque siempre habrá otra que la reemplaza con gusto. Suelta un arrebatado “te odio”, traducido en realidad como una frustración por un “te deseo” expectante. Se comprime ante el trabajo rutinario y el jefe inmisericorde, pero será el disparador de nuevas opciones profesionales. Acata la descalificación humillante del profesor en una nota, que se revierte con el título bajo el brazo. Alimenta la escritura, junto a la furia y la rabia, y de allí sale un buen artículo, una buena ley, un excelente libro, una carta excelsa de pasión.

Si algo tiene el odio es pureza, transparencia, expresividad. Detectable a la distancia, negado a la hipocresía. Jorge Luis Borges definió que el odio de uno nunca será mejor que la propia paz. Sí. Al fin y al cabo, el odio lo padece quien odia.

 

@dariofritz.bsky.social