Por Carlos Tercero
El fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, contrario a la Primera Parte de la Reforma Electoral, coloquialmente referida como el “Plan B”, trajo al debate público el concepto de “Democracia Constitucional”; modelo político adoptado en nuestra República que se funda sobre la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Carta Magna garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos a través de la división de poderes y la limitación del poder del gobierno; estableciendo un sistema presidencialista y federalista, con un Poder Ejecutivo encabezado por el Presidente de la República, un Poder Legislativo compuesto por el Congreso de la Unión, y un Poder Judicial encargado de la administración de justicia.
Pero a pesar de la salvaguarda constitucional, la mayor parte del siglo XX, el país estuvo dominado por un régimen autoritario que limitaba la libertad de expresión y de asociación, que utilizaba el poder del Estado para reprimir a cualquier oposición política y, por tanto, dejando en estado de vulnerabilidad a la citada democracia constitucional, relegándole a un ideal, letra muerta que en la práctica era testigo de la violación flagrante de derechos y libertades ciudadanas; realidad que a partir de los años ochenta, comenzó su transformación producto de una serie de movimientos sociales y políticos que exigieron la democratización del país, potenciados tras la indignación de la controvertida elección presidencial de 1988, en la que el candidato del partido oficial, fue declarado ganador en medio de fuertes acusaciones de fraude electoral.
Desde entonces y a más de tres décadas, México ha vivido un proceso de consolidación de la democracia y en ello la constitucional, con alternancia en el poder y una mayor apertura y participación ciudadana en la vida política del país y aunque a paso lento, tal vez demasiado, ha ido ganando terreno en la batalla contra una persistente corrupción e impunidad, que aún posiciona a México, como un país afectado por dichos flagelos que minan la confianza de la ciudadanía en las instituciones y en la democracia misma, lo cual se complica en amplias zonas del país, por entornos exacerbados de violencia e inseguridad.
Este es el contexto, en el que la democracia constitucional en México enfrenta, como muchos eslabones más, del entramado institucional que se transforma acorde a su tiempo, desafíos y escrutinio público, en este caso, por el ejercicio del Control de Constitucionalidad, contemplado en la conformación del Estado Mexicano, y por excelencia, medio jurídico de salvaguarda del Estado de Derecho, que ha detonado una especie de cuestionamiento hacia la Suprema Corte, sobre ¿quién fiscaliza al fiscalizador?.
Objetivamente, vale la pena reflexionar que el Pleno de la Corte, es un colegiado propuesto por el Ejecutivo y designado por el Legislativo, pero en ningún momento puede asumirse como un órgano político, lo cual violentaría su esencia misma de órgano jurisdiccional autónomo, característica fundamental e ineludible de la división de poderes.
Por supuesto que es válido vigilar y cuestionar las decisiones y el actuar de cualquiera de los tres los Poderes del Estado, es propio de la vida política y la democracia misma, pues es así, precisamente, que se fortalece la democracia constitucional y se refrenda el espíritu de la República, al acotar y definir con claridad los tramos de control y revisar el actuar individual bajo la premisa que de nada sirven unos años de poder, si dejan una vergüenza para toda la vida.
DIÁLOGO. Agradezco y coincido con el amable lector que, respecto a “El arte del liderazgo”, me señala: “El liderazgo requiere de atributos personales, enmarcados en la situación concreta, inteligencia, pasión, poder de convocar y convencer, entre otros; así, como valentía para ser el primero en la línea”, e igualmente cuestiona: “el líder nace o se hace”, en lo que considero se trata de una combinación de ambas circunstancias.