Mariposas a volar

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Por Darío Fritz

Hasta hace dos años la palabra “aliens” identificaba en Estados Unidos a los extranjeros, fueran o no residentes. Extraterrestre, su otra traducción, le daba cierta lógica de ciencia ficción bradburiana para complementarlo con extranjero. Así se podía catalogar en un documento “ilegal aliens”, “non-residente aliens”, “resident aliens” o “pending aliens” para aquello que estaban en el limbo porque el trámite migratorio no tenía resolución aún. Esto cambió desde abril de 2021 cuando el gobierno de Joe Biden ordenó adoptar un lenguaje inclusivo y sustituirlo por “ciudadano indocumentado” o “no ciudadano”. Aquí no hemos desechado de nuestras costumbres el “migrante ilegal” con toda su carga de criminalidad a cuestas, a pesar de que ser migrante no es delito.

El lenguaje dice mucho sobre percepciones, prejuicios y violencia. Bárbaro es un invento de los griegos para referirse al extranjero que farfulla algo incomprensible, y así es como gringo deriva de griego, el idioma que no se entiende. De esos prejuicios y percepciones negativas está hecha la palabra migrante. Mirada con doble rasero, según el ojo que lo observe: bien visto para los propios -en donde busquen la vida que en su tierra no encuentran-, y abominable para los extraños que vistan diferente, hablan distinto o compitan por trabajo. Hay orgullo por los que triunfan fuera de las fronteras, pero se detesta a los que llegan a posicionarse aquí y en todo caso se admite a quienes están de paso, siempre que haya plazo de vencimiento. Un halo de impunidad aterriza y se expande cuando se trata de hombres, mujeres y niños descartables: mueren bajo las ruedas de un tren -empujados o por accidente-, resultan fusilados por narcotraficantes, los desaparecen, caen en la trampa de un río, son abandonados por sus guías para morir sobre la arena ardiente del desierto o asfixiados dentro de la caja de un tráiler, y a nadie le interesa hacer justicia. Ni por oficio ni porque lo reclamen sus familiares. Se violan niñas y mujeres, les roban pertenencias, los secuestran y extorsionan -así sean dos o tres o varias decenas-, son golpeados y torturados, los deportan o devuelven -vaya eufemismo legal-, y aun así el argumento de la desidia dirá que se lo han buscado: es la consecuencia de los riesgos asumidos para huir de la pobreza y la violencia. No hay mejor negocio para un criminal que vivir de ellos. Como también lo es para oportunistas, policías, militares y agentes migratorios. La maldad tiene diferentes ropajes y hasta se funden en la convivencia de agentes del Estado y criminales. ¿Qué necesidad de tomarse el trabajo y el tiempo de atrapar a delincuentes?

¿Por qué se va? ¿Hacia dónde?, se pregunta la poeta y prosista griega, Niki Giannari. Con un deseo/ que nada puede vencer,/ ni el exilio, ni el encierro, ni la muerte/ Huérfanos, agotados,/ con hambre, con sed,/ desobedientes y obstinados,/ seculares y sagrados,/ llegaron/ deshaciendo las naciones y las burocracias./ Se posan aquí,/ esperan y no piden nada,/ solo pasar. Visibilizar la tragedia es una manera de desandar la impunidad de esa perversidad consciente y arraigada contra el migrante. Hacerlos invisibles, pidió un sacerdote en un gesto desesperado para que ya los dejen en paz. En las comunidades indígenas michoacanas que ven desplazarse a las mariposas monarcas provenientes de Canadá y Estados Unidos, sus migrantes, que también se mueven entre esos territorios, se preguntan por qué no ser como ellas; libres de muros, fronteras y persecuciones. La crueldad criminal de quienes se resisten a dejarlos pasar se manifiesta en abandonarlos encerrados en una habitación incendiada hasta dejar que mueran asfixiados y quemados. Como día, la tragedia se repetirá en el desierto, al cruzar una frontera, sobre vías ferroviarias o en alta mar. “Partir es un poco morir”, alerta la oración del migrante. “Llegar nunca es llegar definitivo”.

@DarioFritz