El día después: unas elecciones de fin de régimen

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Por Alberto J. Olvera

Independientemente del resultado de las inminentes elecciones, el sistema político mexicano entrará en una fase crítica, pues habrá un reacomodo de fuerzas entre partidos, una impredecible e inédita sucesión del líder populista y una necesidad inmediata de redefinición de la identidad de los partidos de la transición. Esto propiciará, en el mediano plazo, un cambio en los liderazgos de los partidos políticos y, deseablemente, la formación de alguno(s) nuevo(s). En ese proceso, experimentaremos o bien una salida a la crisis de representación que Morena no ha podido resolver —ni los partidos tradicionales canalizar—, o una crisis política de pronósticos reservados. Morena es, hasta ahora, un mero instrumento de un líder populista personalista, por lo que, al producirse una sucesión obligada por la ley y las instituciones democráticas, tendrá que convertirse en verdadero partido político con alguna institucionalidad. De otra manera se fragmentará en las facciones que hasta ahora han convivido en su seno bajo la disciplina impuesta por el líder, que la candidata oficial no podrá mantener por sí misma. Por su parte, el PRI, el PAN y el PRD, los partidos de la transición precaria, viven horas extras, alimentados por el descontento de amplios sectores de la población con el gobierno de AMLO y beneficiados por la emergencia de una inesperada candidatura de corte ciudadano que han instrumentalizado en su provecho, pero que es, dadas las circunstancias, la única alternativa a la continuidad (relativa) de la llamada 4T. Ahora bien, esta ventana se cierra el 2 de junio.

Para Morena el reto es formidable. La transición de mando en un régimen populista personalista es un proceso incierto e indeterminado. Claudia Sheinbaum ha reforzado en la última fase de la campaña un ciego seguimiento al programa conservador y autoritario de López Obrador: elección popular de magistrados y jueces; fin de la representación proporcional; control o cierre de los organismos autónomos; desarrollismo estatista, vestido de un ligero color verde; continuidad de la militarización de la seguridad y al parecer de todo lo demás. Su insistencia en buscar la mayoría calificada en las Cámaras apunta a la imposición de este modelo restaurador del presidencialismo priista. En todo caso, Morena tendría que institucionalizar su vida interna, pero dada la falta absoluta de cohesión ideológica entre sus miembros, la única forma de mantener un mínimo de orden sería a través de la plena reconstrucción del presidencialismo, ya no personalizado en el líder, como hizo AMLO en su gobierno, sino como pacto de la élite política que otorga temporalmente un poder metaconstitucional a la Presidencia. La difícilmente lograda democracia electoral habría conducido así, en un lapso de 24 años, a un regreso al viejo régimen, incluido el discurso nacionalista-desarrollista, la intolerancia a la oposición política y civil, y a la pérdida de la precaria división de poderes que resultó de la transición.

Si Morena no obtiene la mayoría calificada en las Cámaras, es de esperarse la puesta en práctica de un proceso de cooptación de la fragmentada oposición, especialmente del PRI, que, limitado a una presencia parlamentaria y sin poder territorial, tendría la alternativa de sobrevivir vendiendo sus votos a alto precio. Ninguno de estos escenarios está exento de riesgos para la unidad de Morena. La autoridad de Sheinbaum es derivada, no propia, por lo que su dependencia de López Obrador continuará en el futuro previsible, especialmente si se producen rebeliones en la granja. Como expliqué en otro artículo, líderes como AMLO no se jubilan.

El reto de los partidos de oposición es aún mayor. De no ganar la elección presidencial, y aun ganando un par de gobiernos estatales extra (lo cual es incierto), el PAN, el PRI y el PRD tendrán que buscar la manera de sobrevivir cada uno por su cuenta, sin el plus de una elección presidencial y sin el apoyo electoral de una parte de la ciudadanía que garantizó la candidatura de Xóchitl Gálvez. El PRI ya no tiene espacio político, pues Morena lo ocupa desde su origen y, como ha quedado demostrado estos años, los operadores priistas trabajarán para quien les garantice la supervivencia y cuotas de poder local o regional. El PRD probablemente desaparecerá en poco tiempo, pues nunca fue capaz de reconstruirse como una verdadera izquierda, y la famosa banda de los “Chuchos” carece de legitimidad para intentar convertir su partido en algo más que una facción que vive del presupuesto. También son candidatos a ser tragados por la 4T.

El PAN tiene más probabilidad de sobrevivencia, pero sólo si se ubica claramente en el campo de una derecha liberal. La candidatura de Xóchitl, que tiene algunas posiciones no compatibles con la derecha conservadora, desdibujó las ya de por sí borrosas líneas de su programa, si bien la ausencia de ideología vino originalmente del oportunismo político de su dirigencia. El PAN puede quedarse en el centro del espectro, como una especie de catch-all party, sobre todo si el PRI se difumina, pero en realidad sus bases sociales son conservadoras. De hecho, la derecha social carece en este momento de representación política, lo cual abre la posibilidad de que emerjan líderes y movimientos de derecha radical, que por ahora no existen en el país, lo que convierte a México en una excepción global. Ese sector no ha tenido espacio propio hasta ahora dado el conservadurismo moral de la 4T y el corrimiento del PAN al centro por necesidades electorales.

Habrá también quienes quieran formar un nuevo partido, a partir del potencial liderazgo de Xóchitl y de la necesidad de cubrir el vacío de oposición legítima. Un sector del panismo y algunos líderes civiles más bien empresariales y de la élite mediática e intelectual de CDMX pueden impulsar este proyecto, que tendría en todo caso un penoso camino cuesta arriba. Su gran problema será lidiar con el otro actor que quiere ocupar el espacio de la oposición liberal de centro, tal vez más a la izquierda, el partido Movimiento Ciudadano, que ha tenido la suerte de encontrar in extremis un candidato presidencial creíble y competente, que en el contexto de la pobreza intelectual de los dos frentes políticos principales ha destacado por tener ideas claras sobre los problemas nacionales.

Otro sector social no representado políticamente es el constituido por los movimientos sociales más críticos del orden político. Me refiero a los colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada, a los movimientos feministas y a los movimientos ecologistas y en defensa del territorio y de las identidades indígenas. A estos debe sumarse el difuso movimiento estudiantil, que empieza a despuntar, y los sectores más radicales de la intelectualidad universitaria. Nunca representados en el PRD y menos en Morena, estos movimientos carecen de expresión política y en su seno puede surgir, si fracasan los gobiernos futuros en atender sus demandas, un germen de radicalismo de izquierda que también requerirá algún tipo de canalización política.

El inevitable desorden que acarreará este proceso de reajuste político será penoso y difícil, y tendrá como trasfondo, si Morena tiene un triunfo contundente, un proyecto de regresión autoritaria, iniciado como régimen populista personalista, y continuado como presidencialismo “progresista”, tutelado por el líder y con pretensiones hegemónicas. Nada está escrito, y mucho tenemos por ver. Por lo pronto, lo mejor es tratar de evitar el peor escenario, que es el antes descrito. Y para ello hay que procurar un equilibrio entre las fuerzas políticas en disputa, ante todo evitando que Morena controle simultáneamente la Presidencia y el Poder Legislativo.

Es patético que en aras de evitar una plena regresión autoritaria haya que regresarle algún poder a los partidos de la transición, culpables de la llegada de AMLO al poder por su corrupción, su oportunismo y su frivolidad. Son una tabla de salvación “zombie”, pues en realidad su ciclo de vida ya pasó. Son meramente “lo menos peor” ante las circunstancias. Sólo puede pensarse en darles un voto en las elecciones venideras con el fin de evitar un mal mayor. Pero se trata de una decisión de coyuntura, válida sólo hoy y no mañana. Al día siguiente habrá que pensar en la construcción de nuevas opciones políticas.

 

Artículo publicado originalmente en Nexos. Agradecemos a su autor la autorización para reproducirlo en La Clave