Se vale todo

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Por Darío Fritz

La cocinera del restaurante de una carretera aconseja a la joven mesera que le ponga matarratas a la comida de un comensal. Detrás de la drástica recomendación que se cuenta en “Relatos salvajes”, la película de Damián Szifrón, está el odio de la muchacha porque ha descubierto que por culpa de ese cliente, en el pasado un despótico político del pueblo, su padre se suicidó y empezaron sus calamidades personales. “Cuando un veneno está vencido… ¿es más o menos dañino?”, pregunta la chica a la cocinera, una expresidiaria. En política, de la poción de veneno nunca aflora la fecha de caducidad. Quizá resulta todo lo contrario, cuanto más vieja, más efectiva, porque se sabe de sus efectos en el pasado -el nazismo y sus odios contra los judíos, las dictaduras latinoamericanas asesinando los reclamos de cambios de la juventud. “Que me odien, con tal de que me teman”, escribió Seneca al apuntar a ideas corrientes de los gobernantes, en su ensayo De la ira donde advertía sobre esos peligros de lo que definía como “locura breve”.

En el siglo XXI las adecuaciones de odio e ira que brillan en la boca de políticos y gobernantes están mediadas por la irascibilidad que da el anonimato o la distancia, al glorificarlas desde las redes sociales. Es una manera práctica y efectiva de obtener fanáticos y votos. A mayor ruido, crecimiento de la popularidad. “El odio no es individualista sino generoso, filantrópico, y abraza en un mismo arrebato a inmensas multitudes”, escribió Umberto Eco en un artículo, “Del odio y del amor”, de 2011. A fines de marzo, Javier Milei se explayó a sus anchas en CNN bajo esos argumentos que tan efectivo le han sido en la política que de la nada en dos años fue elegido presidente por casi seis de cada diez argentinos. A Gustavo Petro, presidente de Colombia, lo descalificaba como “asesino terrorista” y “comunista”. Y a Andrés Manuel López Obrador de “ignorante”. Los antecedentes sobre ambos incluyen en 2023, el “basura, excremento humano” por las definiciones de izquierda de Petro, y en el caso de AMLO, de personaje “patético, lamentable y repugnante”. El disgusto de Milei sobre quienes piensan diferente a él incluye en el mundo de las relaciones internacionales el “corrupto” y “comunista furioso” que le propinó al brasileño Lula da Silva el año pasado. La diplomacia se retuerce en gestos y palabras alambicadas para tratar de resolver tanta desproporción hecha desde la distancia que ofrecen la televisión y las redes sociales, a la espera que el tiempo no cobre facturas.

En el todo se vale que propugna la ausencia del cara a cara, otro presidente ordena invadir el territorio de la embajada mexicana en Ecuador y llevarse a un acusado que había recibido el asilo y esperaba el salvoconducto que lo sacara del país. Inédito en las relaciones diplomáticas mundiales, el paso dado por Daniel Novoa, el benjamín entre los mandatarios latinoamericanos, tiene como correlato la impunidad que ofrecen algunas verbalizaciones y acciones en diplomacia que a los países no le significa un costo mayor a expresiones de reprobación y clases de moral diplomática. Si nadie quiere poner un dedo en territorio ucraniano o palestino para frenar las invasiones y atrocidades cometidas por rusos e israelíes, ¿por qué lo harían en esta irrupción policial para llevarse un político desconocido para el mundo?

La lengua ponzoñosa de Milei y el arrebato violento de Novoa se enciende en paralelo al “alimañas” que reparte Donald Trump, en la actual campaña electoral, dirigido a sus adversarios -fue la descalificación favorita de Hitler para encender a sus seguidores- y el “envenenadores” que le atribuye a los migrantes. Quienes reparten raticidas y estricnina marchan orondos por los sets televisivos y la fogosidad de las redes digitales, a la espera de una cosecha colectiva que aplaste impune, y sin fecha de caducidad, a las voces ajenas.

@DarioFritz