Desbaratar a la Corte

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Por Juan José Llanes

En un comunicado fechado el 8 de mayo pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación expuso los puntos torales sobre los cuales se sustentó su decisión de invalidar el primer decreto de las reformas político-electorales aprobadas en diciembre de 2022. Lo que analizó, de hecho, fue el procedimiento legislativo, con base en el proyecto del ministro Alberto Pérez Dayán.

De acuerdo con el Más Alto Tribunal, el procedimiento legislativo estuvo viciado porque faltó publicidad en la Gaceta Parlamentaria con el debido tiempo y, por ende, existió falta de conocimiento de las iniciativas, “pues las y los legisladores tuvieron noticia durante el desarrollo de la sesión”.

Esta situación no fue privativa de los legisladores de la oposición, porque los mismos legisladores del grupo mayoritario de Morena también tuvieron conocimiento de las iniciativas en el momento mismo en el que se les pidió que las votaran. Y aunque la SCJN no lo expone así, es fácil concluir: ni siquiera los legisladores de Morena sabían qué estaban aprobando. Sumado a ello, no se observó el Reglamento de las Cámaras (como lo manda la propia Constitución), y tampoco nadie se tomó la molestia de definir porqué tales iniciativas eran de urgente y obvia resolución.

En los últimos 15 años (de 2008 a la fecha), en al menos 30 ocasiones la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha ejercitado un control sobre la constitucionalidad de normas generales. Empero, desde la Presidencia de la República se decidió prodigar la especie de que la decisión tomada hace unos días por el Poder Judicial Federal (por demás, previsible, al punto de que el propio jefe de la bancada morenista en el Senado advirtió que esto pasaría), era inédita.

Quizás esté de sobra aludir a dos puntos (por obvios), pero creo que deben citarse, a manera de preguntas:

¿Desde cuándo el control constitucional sobre normas generales y el proceso legislativo que las genera implica invasión de esferas competenciales?, y ¿acaso alguien puede creer que las y los legisladores del partido mayoritario toman decisiones por sí solos, sin que haya consignas de por medio?

Extirpado -en el discurso- eso que se presenta como un Ancien Régime, en el que diputados y senadores llegaban a un punto de sometimiento tan abyecto que no se imaginaban a sí mismos votando en contra de una iniciativa presidencial, nos topamos con que ahora -por más que se nos diga que esos tiempos están en el ominoso pasado- las prácticas son idénticas.

Más aún: para el Poder Ejecutivo Federal no es necesario que los legisladores de su propio partido siquiera lean las iniciativas; y los de la oposición, menos, porque no cuentan. Pero desde el Palacio Nacional se quiere y se desea que eso se llame apego a la legalidad; se quiere y se desea que el Poder Legislativo se transmute de órgano deliberante a oficialía de partes, y se quiere y se desea que ello se llame democracia, y México se siga llamando república.

Pero más allá de tal realidad perogrullesca, lo que creo que debe preocupar no son los resultados que emanan de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ni las reacciones iracundas del presidente de México.

Me preocupa como ciudadano -al menos a mí- que pareciera ser que se intentó construir un argumento para confrontar al Poder Judicial Federal con la sociedad: aquel que define, entre otras cosas, que las ministras y ministros (indisciplinados), están deteniendo la “transformación” y, por tanto, integran un tribunal que está “podrido” (SIC).

Al mismo tiempo se anticipa la propuesta del régimen de articular cambios para que los integrantes de la SCJN sean designados en elecciones populares que, claramente, estarían partidizadas, incluso si los candidatos no fuesen propuestos por partidos. Es la salida que se vislumbra, entonces, tras el experimento fallido de intentar copar los asientos de la Corte, en aras de que no fuese invalidada ninguna norma general por más inconstitucional que fuese.

Un problema real de México ha sido el sometimiento de jueces al Poder Ejecutivo. Y sí, ha parecido digno de una utopía, el que un juez, magistrado o ministro, resista una orden presidencial, pero el que el país haya (mal)funcionado de esa forma, no debe conducir a presentar la independencia judicial como una realidad indeseable. El problema en otros tiempos era que los juzgadores obedecían al que era presidente; ahora, pareciera ser que el problema es que no obedecen al actual.

Ya se encargarán los especialistas en la Ciencia Jurídica de explicar el porqué proponer que los juzgadores sean designados a través de procesos electorales es un auténtico despropósito. Baste, por ahora, decir que mientras la Suprema Corte siga siendo vista como insumisa, la propuesta cursará en un solo sentido: desbaratarla para rehacerla a modo.