La diarquía que busca López Obrador

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Por Víctor Manuel Andrade Guevara

La anticipación del proceso de selección del candidato a la Presidencia de la República por parte del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, tiene como finalidad asegurar su influencia en el poder político después de su mandato.

Para ello, empezó a mover sus piezas principales: Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard en un primer momento, Adán Augusto López Hernández posteriormente, sabiendo de antemano que el cuarto aspirante, Ricardo Monreal, mantiene un margen mucho mayor de independencia política.

Teniendo sólo a Sheinbaum, Ebrard y Monreal, estaba claro que los dos últimos se comerían a la primera fácilmente, disminuyendo considerablemente el nivel de influencia que tendría el presidente saliente en la designación de su sucesor, y por lo tanto en las decisiones que tomaría el próximo primer mandatario del país, en caso de que la coalición de intereses que gira en torno a López Obrador lograra nuevamente ganar las elecciones.

A pesar de la fuerza que le otorga el disponer de todos los aparatos de gobierno, del presupuesto y, algo que se ha vuelto muy importante en los últimos tiempos, del ejército, imponer a Claudia Sheinbaum ante dos candidaturas fuertes como las de Ebrard y Monreal (el coordinador de la Junta de Coordinación Política del Senado, más allá de su nivel de aceptación en las filas de Morena, que ronda entre el 10 y el 11 por ciento, tiene la capacidad de aglutinar un polo de oposición que se convertiría ipso facto en una alternativa de poder interesante), le resultaría muy complicado.

Por ello, una jugada inteligente fue colocar a un hombre de su máxima confianza como Adán Augusto López Hernández en la Secretaría de Gobernación, para operar desde ahí la sucesión y, eventualmente, encartar a un nuevo aspirante. Esa jugada equilibró de inmediato las fuerzas, ya que en un primer momento López Hernández fue descartado como aspirante, pero después fue incluido en el juego ante la factibilidad del desgaste que inevitablemente iba a enfrentar la jefa de gobierno de la Ciudad de México. De esta manera, el presidente, a la vez que sigue apuntalando a su alfil, deja crecer otra opción, lo cual le otorga mucho mayor margen de maniobra.

No cabe duda que el presidente tiene los elementos para hacer que en la encuesta que realice Morena salga triunfante su favorita o favorito; sin embargo, esa decisión inevitablemente será cuestionada y carecerá de legitimidad, pues evidentemente no será un ejercicio democrático. Ello también significará una merma de votos para la coalición que gira en torno al liderazgo populista de López Obrador, ya que si Ebrard y Monreal no rompen con este grupo de interés, muchos de sus apoyos si lo harán, al quedar fuera del reparto de posiciones.

El escenario que está tratando de crear el presidente es uno donde Sheinbaum gane la encuesta en efecto, pero que para ello requiera el apoyo del secretario de Gobernación, cediéndole las posiciones más importantes y dejando a un titular del Ejecutivo maniatado, cuyas decisiones dependan de los acuerdos que tome con personajes que obedecerán a la consigna de ya saben ustedes quién.

De esa manera, como hizo Álvaro Obregón después de dejar la presidencia en 1924, tendremos a un expresidente que muy probablemente se vaya a su rancho “La Chingada”, pero a donde acudan los principales dirigentes a pedir “línea”, actuando como un verdadero capo y disminuyendo el poder del presidente o presidenta electa. El verdadero poder tras el trono sería el del expresidente, que seguiría mandando en el país, aunque aparente estar recluido en la vida privada, configurando así una “diarquía”, como solía decir Álvaro Obregón hace un siglo, cuando era presidente Plutarco Elías Calles, y decidió regresar a la política.

Afortunadamente, el sistema de partidos competitivo que fue construido en los últimos treinta años aproximadamente, permite que exista la suficiente incertidumbre como para no dar por seguro el triunfo de Morena en 2024. Los resultados de la elección de 2021, así como los acontecimientos que hemos visto en los últimos meses permiten adelantar una elección competitiva, en la que Morena y sus aliados tendrán en todo caso la ventaja de una oposición dividida, que permita un resultado a tercios, pudiendo obtener tal vez el tercio mayor debido a la clientela que le acarrean sus programas asistenciales.

Muy probablemente una coalición PRI-PAN-PRD, la coalición gubernamental y una eventual alianza entre Movimiento Ciudadano y los grupos que pueda aglutinar Monreal, serán las fuerzas que disputen la presidencia el próximo año.

Es debido a esta incertidumbre que López Obrador pretende desmantelar, y a la vez obtener el control, del Instituto Nacional Electoral, para maniobrar con comodidad su proyecto de construcción de una diarquía, cuestionando incluso desde el poder el resultado de las elecciones si no le favorecen, y maniobrando desde ahí la construcción de un poder “de facto”.

Una diarquía, apuntalada por una militarización creciente y el desmantelamiento del INE, eso sí que significaría un cambio de régimen, pero un cambio hacia un régimen autoritario, y de paso, neoliberal también. Por ello, la decisión que asuma la Corte respecto del juicio de inconstitucionalidad que han presentado los partidos de oposición y los consejeros del INE es fundamental para la preservación de un régimen democrático.

La evidencia que tendremos los mexicanos, al acercarse el final del mandato de López Obrador, de que no hubo ninguna “gran transformación”, exaspera al presidente, que pretenderá a toda costa que se terminen en el próximo sexenio sus obras inconclusas.

De no lograrlo, sus sueños de grandeza se evaporarán inmediatamente y se dará cuenta de que finalmente es un político más, que no se diferencia gran cosa de sus antecesores y peor aún, que dejó un México más pobre, más inseguro y menos relevante en el escenario internacional.