El Día que Perdí la Voz
Queridos lectores, los cinco que me esperan con emoción y los nuevos, los que espero que vayan leyendo poco a poco este espacio que a mí me hace feliz escribir, una disculpa por brincarme dos semanas fue una falta que procuraré que no vuelva a suceder.
Les voy a contar que estoy tomando un curso para mejorar mi forma de redactar y así quizá un día aprenderé a escribir, no como García Márquez, pero sí lo suficientemente bien como para pasar a la biblioteca de alguno de ustedes con un librito, o no, pero la estoy pasando muy bien. Además aprender siempre es un bálsamo para el alma, la mente y los sentidos
En esta historia de las clases de escritura, la maestra nos pidió que hiciéramos un pequeño relato sobre alguna anécdota personal en la que la situación que vivimos hubiera sido tan impresionante que nos haya hecho perder totalmente la voz. Como quien dice, que nos haya puesto en shock total y sin más aquí se las dejo:
Fue hace aproximadamente 46 años, 1974, en la Ciudad de México, en un departamento en la Colonia del Valle, en las calles de Adolfo Prieto #1254 segundo piso. Ahí nos fuimos a vivir cuando nació Antonio mi hermano. Él es diez años menor que yo y Guillermo solo es uno y Claudia es 7 años más chiquita; el caso es que yo soy la mayor.
Como a todas las hermanas mayores mi mamá -me cargaba la mano-, como decía mi abuelita. Lo que pasa es que en aquella época todos los niños ayudaban en su casa y nadie pensaba que se iban a traumar o que alguien estaba abusando de ellos, simplemente había que cooperar y punto y si no, te esperaba un buen castigo o un buen chanclazo precedido de una buena, muy buena dosis de regaños y uno que otro grito, además de la consabida amenaza de recoger los dientes en el Polo Norte o en la Antártida, daba igual, la dirección dependía del lado del tortazo.
Con tanta amenaza, solo pensaba en obedecer o desaparecer para que el destino no me alcanzara y así fue esta vez, obedecí y punto. Supongo que mi mamá ya estaba cansada de tenernos toda la mañana en la casa, porque nos mandó a los 3 a bajar la ropa.
En casa afortunadamente había suficiente personal de servicio, además Nino (así le decimos a Antonio) tenía una nana exclusiva para él, por eso supongo que mi santa madre estaba hasta la madre del desmadre que teníamos, porque sin mayor miramiento nos mandó por la ropa del güerito (Nino) y solo alcanzó a gritar -cuidado con la puerta negra!
Salimos los tres corriendo del departamento, llevábamos a Claudia de la mano, subimos las escaleras, la verdad, no recuerdo el momento exacto en el que la soltamos, llegamos a la azotea y Guillermo y yo nos fuimos directo a cumplir la orden.
Mientras lo recuerdo todos los vellos del cuerpo se me vuelven a erizar.
Estaba descolgando ropa, el sol me daba en la cara, brincábamos y jalábamos las prendas, los ganchos salían volando, nos reíamos a carcajadas y jugábamos a recogerlos por colores. Éramos unos niños, cuando de pronto se me hizo un hueco en el estómago y pregunté: ¿Guillermo, dónde está Claudia?.
Mi hermano de inmediato contestó – ¡no sé! –
-¡en la torre, la puerta negra!, le dije, y aventé la ropa y salí corriendo-.
La puerta negra, era eso, una puerta pequeña de fierro, pintada de negro, le ganamos el título a Bronco, ¿se acuerdan de la canción?. Les juro que era tan pequeña que una niña de 10 años tenía que agacharse para poder pasar a través de ella.
Esa puerta tenía que estar permanentemente cerrada, tenía un candado que solo se abría cuando venía el gas, porque ahí, en ese voladero estaban instalados los tanques y quedaba un “voladero”, un espacio de algunos metros sin barandales ni pared que daba al precipicio.
Estábamos en el quinto piso del edificio. Claudia mi hermana tiene, desde chiquita, el pelo chino en caireles y le hacían unas coletas preciosas, además se veía linda y ese día no fue la excepción.
Mi terror más grande se manifestó en el momento en el que vi la puerta abierta y grité ¡Guillermo la puerta y la niña! .
Eso fue lo último que dije, atravesé la puerta y me quedé parada, casi pegada a la pared, totalmente petrificada, no podía mover un dedo ni dar un paso, ni un solo sonido salía de mi boca.
Mi hermanita de tres años, con su vestido rojo con blanco y su coleta llena de caireles y su batita azul con visos rojos, para jugar y no ensuciar su ropa, con zapatos blancos de charol y calcetines con encajes, estaba ahí parada, solita, en el filo del precipicio, asomada viendo para abajo.
Mientras su hermana, la que redacta, a la que le habían encargado que cuidara a los niños no podía, literal, ni siquiera, parpadear, mucho menos hablar.
Les escribo este relato y una vez más siento el mismo escalofrío recorrerme la espalda, el hueco en el estómago, el miedo y veo como se me erizan los vellos de los brazos, siento el sabor amargo en la boca y la falta de aire que sentí y viví ese día y los ojos se me llenan de lágrimas.
Claudia no se movía, solo veía los coches pasar y movía la cabecita de un lado a otro, las coletas se movían al unísono, sentía las lágrimas recorrerme las mejillas, cuando de pronto sentí en mi mano, el roce de la mano de Billy.
Moví los ojos para verlo, no podía hablar ni moverme y él me hizo la señal de que no hiciéramos ruido. Se paró delante de mí y caminó muy despacito y sin hacer ningún ruido hasta quedar detrás de Claudia, mientras tanto yo le rogaba a Dios que no se fueran a caer porque eran mis hermanos y estaban chiquitos y mi mamá y mi abuela me iban a matar y mi papá se iba a morir y esta vez mi opa no me iba a poder ayudar.
En un segundo y sin mediar palabra, Guillermo se paró atrás de Claudia, la abrazó y se tiró de espaldas al suelo.
Claro que le tapó la boca para que no gritara, era una escandalosa; con la misma velocidad se levantaron. Claudia tenía los ojos desorbitados y Guillermo estaba pálido como papel. Se me acercó, me abrazó y los dos nos pusimos a llorar con Claudia en brazos.
No creo que haya sido mucho tiempo, solo sé que mi hermano, con la niña en brazos me preguntó ¿puedes caminar?, contesté que sí.
Salimos del mentado lugar Billy se fue con Claudia a recoger la ropa, pero antes me dijo – ¡cierra esa pinche puerta que no la quiero volver a ver en mi puta vida!
Levantamos la ropa y estábamos listos para bajar cuando Dorita, la nana de Nino, subió por nosotros y antes de bajar a Claudia a quién obvio regañó en el camino porque llevaba el vestido lleno de polvo, nos preguntó -¿por qué tienen cara de mustios?-.
Billy y yo sacudimos la ropa y juramos guardar el secreto hasta la muerte, que al final no fue tanto. Hace un par de años se lo contamos a mi mamá y a Claudia mi hermana que dice que no se acuerda de nada. Mi mamá cuarenta y tantos años después desde luego nos madreó y nos puso como lazo de cochino…
Me tomó tiempo entender qué me había pasado y juré que no iba a permitir que me pasar nunca más porque el miedo paraliza y es una de las cosas más terribles que he vivido en mi vida, si mi hermano no hubiera estado ahí, mi hermana se hubiera matado enfrente de mi sin que yo hubiera podido ni hablar ni moverme. Aún hoy, lo recuerdo y me descompongo. Lo que sí me queda clarísimo es que Dios siempre escucha a los niños y que como les repito a mis hermanos continuamente; sin duda, siempre cuida más a los más pendejos de sus hijos.
Agradezco a Dios, por cuidarme y entiendo que nadie tiene la vida comprada, pero sin duda ellos, los 4 tendrán que enterrarme a mí, me lo he ganado por quererlos y cuidarlos… digo yo.
Le dedico esta columna a Guillermo, mi hermano, con mi amor, agradecimiento y reconocimiento por ser cariñoso, protector y por estar siempre en el lugar y en el momento adecuado. Gracias