Por Uriel Flores Aguayo
Salvo unas tres décadas de transición democrática, frustrante en muchos sentidos, pero también con relativa apertura y esperanza, en México siempre hemos vivido sometidos al poder político. Estamos en curso de una autocracia. El ejercicio personal y grupal del poder, sin que les importen las leyes y las instituciones, se sustenta en mando y en discurso. Es relativa formalidad con envuelto de narrativa y propaganda. El culto a la personalidad en grado de casi divinidad absorbe al colectivo, el tiempo, la eficacia y los recursos; ya ni hablar de resultados.
Concentrar el poder, sin transparencia y rendición de cuentas, es posible con la justificación de estar ante una gran causa, algo mayor y trascendente, aunque casi todo sea artificial. Es posible por procesos de cierto adoctrinamiento, impacto de la propaganda, actos de fe y un entorno enajenante. Con el tiempo, la adhesión y sentido de pertenencia es de papel y simples símbolos. No es indispensable verificar los hechos. Todo consiste en creer y conformarse con palabras.
Se pasa a una cuestión cultural a través del tiempo y la propaganda, con uso unilateral de los medios de comunicación y reformas educativas con lineamientos seudo ideológicos.
Hay mucho de escenografía y escenificación hueca en las prácticas del poder con aires de redención donde, en realidad, se vive desmesurada y ambiciosamente por un poder sin límites ni responsabilidad.
Ante la hegemonía autoritaria, ante el mayoriteo, ante la arrogancia y los desfiguros del poder queda la dignidad ciudadana, el valor del individuo y las acciones aún simbólicas de quienes piensen distinto al rebaño. Es fundamental comprender el tipo de régimen político en curso, cuyos efectos se sentirán pronto. Hay un descenso de nuestra democracia y una condición maltrecha de la República. La vida pública se opaca; la conversación pública se limita y degrada. El régimen político contradice a nuestra pluralidad real. En mucho es mera formalidad, poder ilegítimo; algo tiene de cascarón. Es una especie de tigre de papel. Construido con trampas y artificios, elección de Estado y sobrerrepresentación, es disfuncional a nuestra sociedad. Vence, pero no convence.
Este poder caudillista tiene mucho de ocurrencias y desmesuras: elefantes blancos, mitomanía, visión bicolor, odio, fantasías, autoritarismo, culto personal, delirio de grandeza y una narrativa acomodada a la figura del caudillo en tránsito al maximato.
Ante esa narrativa de la mentira y la exaltación, donde se glorifica a los suyos y se descalifica a los otros, es vital hablar y decir la verdad. Es indispensable no rendirse a la mentira. Alguien tiene que decirlo. No hay derrota electoral eterna si no se vence la inteligencia; la resistencia es cultural. Ante la demagogia, hablar; ante la mentira, hablar; ante los mitos, hablar; ante las exageraciones, hablar; ante los abusos, hablar; ante el desastre, hablar.
En regímenes autoritarios es más difícil ser ciudadanos, pero no imposible. La pluralidad social y política no se puede abolir por decreto. Pensemos lo que fueron los regímenes soviéticos y el drama que viven actualmente en regímenes totalitarios los cubanos y los nicaragüenses. El sueño autoritario del régimen mexicano es eso: un sueño que se les volverá pesadilla.
Recadito: ante la invasión comercial china, los grandes comerciantes locales optan por la política y el poder.