La Suprema Corte como enemigo

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La confrontación con la Corte le permite a López Obrador reconstruir el desgastado espíritu de ruptura de la 4T y distraer la atención pública de los crecientes escándalos de corrupción

Por Alberto J. Olvera

Hace un par de semanas el presidente López Obrador decidió lanzar una campaña abierta en contra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La causa inmediata fue la declaración de inconstitucionalidad por parte de la corte de los dos primeros bloques de reformas electorales del llamado Plan B. Pero la verdadera razón de esta confrontación es política. López Obrador se había quedado sin enemigo identificado. El populismo requiere de un enemigo para alimentar la polarización, sin la cual es imposible mantener la unidad de su abigarrado aparato político-electoral. La confrontación con la Corte le permite reconstruir el desgastado espíritu de ruptura de la cuarta transformación, distraer la atención pública de los crecientes escándalos de corrupción del gobierno, ocultar el fracaso de su estrategia de seguridad y el desastre nacional en materia de salud. Y más importante aún, eleva el costo de una posible ruptura del candidato derrotado en la adelantada sucesión dentro de Morena.

El presidente decidió violar la ley reiteradamente desde el principio de su mandato, pero el anterior presidente de la Corte cedió a sus presiones y optó por la subordinación política como forma de evitar una confrontación con el presidente, y convenció a la mayoría de los ministros de esta estrategia. Al fallar hace unos meses el plan por el que el gobierno pensaba imponer como nueva presidenta del máximo tribunal a una incondicional, la Corte de súbito recuperó una relativa independencia del Ejecutivo. López Obrador, hombre de extraordinarios reflejos en materia política, supo convertir esa derrota en oportunidad. Dado que los partidos de oposición son tan débiles que no sirven ya ni como representación del enemigo del pueblo, y puesto que las críticas a algunas organizaciones civiles y a los medios no alcanzan a suplir esa falta, era urgente encontrar un nuevo enemigo creíble, observable, identificable. La Suprema Corte vino al dedillo para tal fin.

López Obrador y sus funcionarios saben perfectamente que casi todas las reformas legales impulsadas en el actual periodo de sesiones son ilegales, no solo en contenido, sino en forma. Las leyes deben de ser discutidas, publicitadas y aprobadas de acuerdo a procedimientos parlamentarios ampliamente conocidos y aprobados por todos los partidos. Morena ha violentado dichos procedimientos con creciente frecuencia, hasta llegar al paroxismo la noche del 28 de abril pasado, en el que en una sola sesión aprobaron, de manera por demás irregular, 20 leyes, incluidas dos reformas constitucionales. Esta aberrante conducta fue deliberada, no accidental. Se trataba de abrir el camino a una colisión del Poder Legislativo con la Corte, virtualmente obligando al máximo tribunal a declarar inconstitucionales todas las leyes recientemente aprobadas.

El mandatario de inmediato ha lanzado una campaña política nacional en contra de la Corte tildándola de poder conservador y enemiga del pueblo. El presidente ha acusado a la Corte de no respetar la “voluntad del pueblo” expresada en las decisiones de la mayoría en el Legislativo, que en realidad son las suyas. Ha recurrido a una noción de soberanía clásicamente populista, en la que las decisiones del presidente, quien encarna la voluntad del pueblo, no pueden ni deben ser cuestionadas por ningún otro poder. Obviamente, esta concepción decisionista del poder político es abiertamente antidemocrática. En el ocaso de su mandato, López Obrador ha decidido ir abiertamente por la concentración total del poder con el fin expreso de que su partido, y a través de él, el propio presidente, logren el control total del Estado a largo plazo. Los obedientes legisladores morenistas, los gobernadores y alcaldes oficialistas se han unido a la campaña, sin reparar en que están impulsando una especie de golpe de Estado al desconocer la legitimidad del máximo órgano del Poder Judicial.

Ahora bien, todo indica que el mandatario no pretende realmente destruir la Suprema Corte en lo inmediato, sino activar una movilización de su partido que le permita controlar férreamente el proceso sucesorio, que se le está saliendo de las manos. Al crear un conflicto artificial con la Suprema Corte, pasa a segundo plano la sucesión, pues queda claro a funcionarios y políticos profesionales que deben estar unidos tras el presidente, y que cualquier distracción será penada. Más aún, si en el proceso sucesorio, en este contexto, alguno de los candidatos internos decide romper con Morena dado el abierto favoritismo del presidente hacia Claudia Sheinbaum, se enfrentará a la acusación de traidor a la patria y abierto aliado de los enemigos del pueblo. El principal destinatario de este mecanismo de control es, claramente, Marcelo Ebrard.

La extraordinaria destreza política de López Obrador le permite manejar la agenda pública y distraer la atención de los asuntos centrales: la corrupción en su gobierno, tolerada de una forma descarada, como lo demuestra el caso de Segalmex, peor que cualquiera de los que hubo en el gobierno de Peña Nieto, a pesar de lo cual su exdirector sigue en la nómina y ni siquiera es sujeto de investigación judicial alguna; la impunidad de los funcionarios responsables de tragedias imperdonables, como es el caso del director del Instituto Nacional de Migración, que sigue en su cargo a pesar de la muerte de 40 migrantes en una estación irregular de detención en Ciudad Juárez; la incompetencia criminal del presidente y sus funcionarios en materia de salud, que causó en la pandemia decenas de miles de muertes evitables y sigue causando un desorden monumental en el sector; la frivolidad del General Secretario de la Defensa, cuya vida de lujos no se puede ocultar, al igual que la de los hijos del presidente, lo cual contradice abiertamente la misión supuestamente moralizadora de la 4T, entre otros muchos temas de verdadera trascendencia nacional.

Mantener la polarización a como dé lugar es la consigna, y hoy el objeto útil a tal fin es la Suprema Corte. En el proceso sucesorio tempranamente abierto por López Obrador para distraer a la opinión pública y mantener divididos a sus candidatos, hay un riesgo enorme de que se desarrolle e imponga un programa abiertamente antidemocrático como plataforma de Morena en la sucesión. Quien sea su candidato deberá apoyar la campaña contra la Suprema Corte, contra la sociedad civil, contra el pensamiento crítico y contra los medios independientes. El o la heredera al trono cargará con el peso del autoritarismo populista de López Obrador y deberá comprometerse a continuarlo.

El reto de un potencial frente opositor en este contexto es formidable. Paradójicamente, la propia radicalización de López Obrador crea condiciones favorables a ese frente, pues día a día aumentan los descontentos con el régimen. El gran problema sigue y seguirá siendo la ausencia de líderes de oposición con legitimidad y carisma. La gran tragedia nacional es la miseria de los partidos políticos instituidos. Solo una gran movilización civil puede llenar el vacío político existente, pero la fragmentación política es tan grande que se ve muy complicado lograr en el mediano plazo una articulación de los actores y movimientos hoy dispersos. Sin embargo, en política nada está escrito, como la historia enseña.