Por Uriel Flores Aguayo
Según el “Ché Guevara”, el propósito de la revolución cubana era forjar un hombre nuevo, alguien superior que pudiera vivir en común. Suponía que tal hazaña surgiría de un nuevo estado de cosas, donde predominara la igualdad y se viviera el socialismo.
Seguramente creía en esos objetivos y fue consecuente en sus métodos para lograrlo, llegando al absurdo sacrificio en Bolivia. Tal vez pensaba que los exaltados discursos de la dirigencia cubana, especialmente de Fidel Castro, por sí solos iban a lograr personas conscientes y justas. Era su utopía. A sus ojos la causa revolucionaria justificaba todo y era suficiente para encantar al pueblo, para suscitar adhesiones idealistas y un camino de seres puros y buenos.
El problema es que solo era una utopía. Su modelo comunista, el soviético, vivía una crónica crisis que llegó al derrumbe. La revolución no venía del “foquismo” ni era consecuencia de unos iluminados heroicos. Fue resultado de variados factores políticos, económicos, sociales e internacionales. De la revolución devino un sistema estatista sin libertades que ha terminado en un desastre exactamente igual que la Unión Soviética.
No hubo hombre nuevo, no podía haberlo. Al contrario, ese sistema corrupto y opresor terminó por degradar hasta los límites humanos a su pueblo.
Ese tipo de planteamientos mesiánicos además de utópicos, tienen algún barniz de fundamentalísimo y conducen, irremediablemente, al totalitarismo. Dicen buscar la felicidad y únicamente concretan la desolación. Siempre eluden la realidad del hombre (y mujer) concreto. Acuden a fórmulas de generalización, hablar de pueblo en abstracto para justificar todo.
Actualmente el comparativo con nosotros sería “el pueblo bueno“ y la revolución de las conciencias. No existe el pueblo bueno, como tampoco el pueblo malo en sí mismos. Tampoco vivimos algo así como una revolución de las conciencias. Es simulación. Sus usuarios retóricos tendrían que definirla. Vistas sus prácticas clientelares y corporativas, más bien estaríamos ante una deformación y envilecimiento de las conciencias. Es un discurso de toma del pelo e insulto a la inteligencia. En todo caso, lo concreto es el ciudadano en lo individual y la ciudadanía en lo general. Son sustancia de la realidad y los cambios.
El fracaso del actual gobierno tiene que ver fundamentalmente con su desapego de la democracia, con su aversión a la ciudadanía y la restauración de toscas y nocivas prácticas de manipulación degradante de la condición humana. Los gobernantes del color que sean deben ajustar sus actos a la ley, a los plazos del encargo y a las reglas democráticas. No deben verse como salvadores, son políticos tan humanos como cualquiera de nosotros.
La desgracia de las sociedades tiene que ver con liderazgos fuertes y mesiánicos. La historia es pródiga en ejemplos. No importa su inclinación ideológica, si es que la tienen. Su problema es que no son estadistas y gobiernan (mal) para los libros de historia y su perpetuación en el poder.
El discurso y narrativa es el envoltorio a su ejercicio tradicional del poder: sin transparencia, sin rendición de cuentas, sin equilibrios, sin eficacia y sin estado de derecho. Nunca se hacen responsables de sus actos, siempre acusan a otros y buscan justificaciones en lugar de soluciones. Andan por la vida inventando conspiraciones para no dar la cara y no decir la verdad. Todo el sistema está concebido para girar en torno al gran líder. Evidentemente algo así va en detrimento de la cultura, las libertades y la dignidad de la gente.
Más, pero mucho más que un hombre nuevo, se requiere un ciudadano con derechos, libre y participativo. Que sea normal. Eso sólo se puede conseguir en democracia.
Recadito: en la acción, el MOPI reivindica el derecho a la organización social . Lo veremos pronto.