Por Uriel Flores Aguayo
En las discusiones sobre las (contra) reformas electorales, constitucionales y legales, han aflorado nuevamente los discursos totalitarios y de odio. No es algo que se deba dejar pasar; no es broma, puede ser sumamente peligroso.
El proyecto constitucional no tuvo la mayoría calificada que se requiere y fue desechado. El llamado plan B, de corte legal, fue aprobado por la mayoría simple como corresponde a votaciones de leyes. Es más que alarmante que fuera aprobado obviando el procedimiento legislativo, incluso sin conocimiento del texto por parte de los diputados. Volvieron los levantadedos a escena.
Es una reforma regresiva e inútil; no está pensada para incrementar la calidad y confianza en los procesos electorales. Es un acto desde el poder y para el poder. No hay interés en la ciudadanía y mucho menos en la democracia. Tal vez estamos ante la confesión de parte, su negro bautizo, de un líder y su grupo por el abierto autoritarismo. Se quitaron la máscara en forma contundente; ya no hay medias tintas.
Con ese mayoriteo, sin deliberación, utilizados como simples correas de transmisión, todavía algunos diputados festejan y fustigan a los opositores. Sin vergüenza alguna los llaman traidores a la patria, asumiéndose como representantes exclusivos del pueblo. Es el caso de una diputada oficialista del Puerto de Veracruz, quien prácticamente envió a la hoguera a sus pares que tuvieron una postura distinta a la de ella.
Es delicado eso. En esencia estamos no solo ante la prepotencia del que tiene poder sino también en la semilla del fascismo. Son posiciones que tienen que ver con lo autoritario, pero igual con el totalitarismo. No son tolerantes con los otros, no respetan al pluralismo. Son afines a la uniformidad y el pensamiento único. Es grave. Ahí está el fertilizante de la represión y el golpismo.
No entiende la referida diputada, por ignorancia u oportunismo, que puede y debe haber otras opiniones y otros votos. Que eso es el pluralismo. Que los otros tienen tanto derecho como ella a expresarse y votar. Que son legítimos en tanto juegan con las reglas de la democracia. Llamarlos traidores es algo tan vulgar que no merecería comentario alguno si no fuera porque pudre la vida pública y alienta la violencia.
Esas descalificaciones son la esencia del discurso de odio, es el extremo. No parten de que hay otros que pueden pensar diferente, que hay otros partidos y otros diputados. Parece chiste, pero no lo es. Más bien tiene que ver con un culto a la personalidad, a la ignorancia, al oportunismo y a la facilidad que da la demagogia. Con ese tipo de descalificaciones se ahorran el diálogo, el debate y los acuerdos. Son parte de una fuerza política hueca, de cascarón, sin reglas, sin ideas propias ni ética, cuyo único papel es fomentar el culto a su líder.
Pienso que no debemos trivializar este tipo de expresiones que no solo son desagradables; también significan un peligro para nuestra vida pública. Es patológico en quienes asumen esa verborrea y se expande al cuerpo social. Hay que ser categóricos con su rechazo y denuncia. Pero no incurrir en lo mismo es indispensable, no irse al otro polo. No debe enfrentarse al odio con odio. Lo correcto es deliberar y debatir con respeto y altura.
El poder tiene fecha de caducidad, no van a estar para siempre.
Recadito: como desde hace 33 años los compañeros del MOPI nos reunimos este día para darnos un adelantado abrazo de fin de año…