Por Rubén D. Arvizu
Desde el inicio del siglo XXI las guerras se han multiplicado por África y Oriente Medio, y también en Asia Central. Enormes desplazamientos de personas huyendo del terror y las persecuciones se han originado en Irak, Siria, Afganistán, Somalia, Sudán del Sur y Yemen.
El 26 de febrero de este año, por órdenes de Vladimir Putin, Rusia lanzó una invasión, no provocada, contra su vecina Ucrania. Las escenas que ahora vemos en tiempo real, gracias a los medios que nos conectan por las redes sociales, son dantescas, irreales, inhumanas como lo peor que se ha mostrado en los documentales en blanco y negro de la Segunda Guerra Mundial. De nuevo, Europa es inundada con ríos de sangre y dolor.
El pueblo ucraniano está dando una enorme lección al mundo por su valeroso comportamiento, unificación nacional, espíritu de lucha, resistencia y la honestidad de su presidente Volodímir Zelenski ante el caos que los rodea. Ciudades mártires destruidas casi por completo, como la industrial Mariúpol, que prácticamente ha dejado de existir. Járkov, la segunda ciudad más grande del país, ha sostenido graves daños debido al constante bombardeo del ejército ruso. Rusia sigue cometiendo crímenes de guerra en contra de poblaciones civiles como en la estación ferroviaria de Kramatorsk, donde se aglomeraban cientos de personas esperando abordar trenes huyendo de los bombardeos, ocasionando más de 50 muertos incluyendo niños y más de 100 heridos. En Bucha, un suburbio de Kiev, al menos 300 habitantes del lugar fueron masacrados en un verdadero genocidio.
Los desalojados de sus hogares y de su patria sobrepasan los siete millones, siendo ya la mayor migración en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Las caravanas de autos y otros medios de transporte siguen fluyendo hacia las fronteras vecinas. Polonia ha recibido más ucranianos que Rumania, Moldavia, Hungría y Eslovaquia. Algunos refugiados se han trasladado más al oeste, a otros países europeos y, en menor medida, a otras regiones del mundo.
Los rostros de los refugiados muestran un enorme cansancio, pero a la vez una asombrosa resolución de no dejarse vencer por el infortunio y con la esperanza de regresar, tan pronto puedan, a su amada patria. En el caso de los niños refugiados, que representan más de la mitad de la población infantil de Ucrania, sus miradas inocentes reflejan profundas interrogantes: ¿qué es todo esto?, ¿por qué?, ¿qué hice mal? Los niños seguirán siendo víctimas de los odios, intereses económicos y políticos de los adultos.
¿Cuándo despertaremos la conciencia universal necesaria para detener estos crímenes sin nombre? ¿Cómo explicar a esos niños que el amor existe? Crecerán con heridas sangrantes que muchas no lograrán cerrar; intentarán amar sin conocer la base del amor. Las pocas hojas escritas en el libro de sus vidas tienen ausencias, miradas desesperadas, llantos callados, fuego, bombas, gritos de horror, de angustia. Y si en un futuro escuchan la palabra amor, tan profanada, tan vacía, ¿qué significado tendrá para ellos? ¿Cómo pueden tener amor si nunca tuvieron paz? ¿Cómo pueden tener paz si les han arrancado el amor?
*Escritor, ambientalista y cineasta, director para América Latina de Ocean Futures Society de Jean Michel Cousteau y director para América Latina de la Nuclear Age Peace Foundation. Como escritor y periodista, ha publicado cientos de columnas y ensayos en periódicos y revistas en Estados Unidos, América Latina y Europa.
Este artículo fue publicado originalmente en el periódico Excélsior. Agradecemos a su autor la autorización para reproducirlo.