Por Sandra Luz Tello Velázquez
En México, la muerte no se esconde, se enciende, flamea en los altares que cada noviembre regresan el pulso a los que ya no están en este mundo. Sobre los manteles bordados y las velas temblorosas, los vivos ensayamos una conversación con el tiempo, se habla con los muertos, pero también con la propia conciencia. En esos diálogos silenciosos podría revelarse una verdad antigua, el recuerdo que no es un gesto de nostalgia, es un acto de resistencia.
La memoria en nuestro país ha tenido que aprender a sobrevivir a la costumbre del olvido. Las ofrendas se levantan como pequeños templos contra la desaparición, porque sabemos que la muerte no llega sola, la acompañan la violencia, la impunidad, la desigualdad, la migración forzada.
En México la muerte nos llena de fantasmas del pasado inmediato, por ejemplo, la masacre de veinte hombres cerca del Seminario Diocesano en Culiacán, el asesinato de Rodrigo Mondragón ocurrido hace pocos días, los feminicidios de más de trescientos cuarenta y un mujeres perpetrados en los primeros ocho meses del año, entre otras víctimas que han sigo decapitadas o colgadas en lo que va del año.
En cada fotografía colocada sobre un altar, hay una historia que se niega a ser borrada, la de una madre que aún busca a su hijo, un maestro que murió enseñando, el joven que no alcanzó a regresar a su casa, la madre arrebatada a sus hijos por el simple hecho de ser mujer. Las flores de cempasúchil dibujan caminos, pero también señalan cicatrices. Y cada vela encendida es una forma de decir: aquí seguimos, estamos contigo, nos levantamos contra el olvido.
Se dice que “los mexicanos nos reímos de la muerte”, pero a veces ese humor no es valentía, sino defensa, es la respuesta para voltearle la cara al abismo que nos rodea. En definitiva, México es un país que funda su identidad en la memoria colectiva, en las voces que resisten al silencio impuesto por la historia oficial. Pero esa memoria no es un archivo, requiere cuidado, palabras, comunidad desde el rincón de la casa hasta las plazas llenas que recuerdan que los cientos de muertes no pueden quedar en la impunidad.
Por último, la verdadera fiesta del 2 de noviembre no esté en los colores ni en las calaveras de azúcar, sino en el gesto de encender una vela con conciencia, en asegurar: tu historia no será borrada
En definitiva, en un país herido, recordar sigue siendo la manera más digna de resistir.
 
                                                 
					
										
												
				 
									 
									