Por Alberto J. Olvera
El gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta retos formidables para evitar un colapso económico y político en México. Simplificando, podemos dividir estos retos entre los que tienen un origen interno, derivados tanto de las políticas neoliberales del pasado como de los errores cometidos durante el gobierno de López Obrador; y los externos, derivados de las políticas neoimperiales impuestas por el presidente Trump, pero también por la crisis del modelo de globalización implementado desde hace cuarenta años y que hoy vive un cambio radical con resultados impredecibles.
Veamos primero los factores internos. La gran apuesta del gobierno de Carlos Salinas de Gortari al inicio de los años noventa fue darle viabilidad al capitalismo en México y encontrar una forma de sobrevivencia del régimen priista autoritario mediante la plena integración económica con Estados Unidos, abrazando así el proceso de globalización que ya había iniciado diez años antes. La globalización implicó una nueva división internacional del trabajo, ante todo el traslado de una parte de la industria manufacturera y buena parte de la industria pesada a China y a países periféricos de Asia, Europa del Este y de América Latina para bajar los costos salariales en el centro y permitir un nuevo ciclo de concentración del capital, bloqueada por la fuerza de los sindicatos y el crecimiento de los Estados de bienestar en Europa. El interés de los grandes capitales industriales, tecnológicos y financieros marcó la dirección, el ritmo y la extensión del proceso de globalización. En el caso de México, los gobiernos de Salinas de Gortari y Zedillo sentaron las bases de la integración de México en la región norteamericana en el nuevo capitalismo global, que a su vez tenía otras dos regiones principales, la Unión Europea, y los países del extremo oriente, en principio, Corea del Sur, Japón y Taiwán, y luego China.
La integración de México con la economía de Estados Unidos se garantizó desde el punto de vista jurídico con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que entró en vigor el 1 de enero de 1994, y bajo cuyas reglas empezó a fluir la inversión extranjera en la industria manufacturera y, ante todo, la industria automotriz. Poco a poco se fueron desarrollando también otras ramas industriales, y unos años después empezó un proceso de acelerada modernización de la agricultura capitalista en vastas zonas del país. El problema de este modelo fue que no se acompañó de una política industrial, sólida y consistente, tal como se había hecho décadas atrás en Corea y en Japón, y como se estaba haciendo en China. En efecto, el desarrollo de la industria manufacturera en los países asiáticos se llevó a cabo bajo modelos de amplia intervención estatal que garantizaban la transferencia de tecnología mediante la creación de empresas conjuntas entre el capital extranjero y sectores del capital nacional o estatal. China perfeccionó este modelo para permitir el surgimiento, después de tres décadas de desarrollo industrial básico, de empresas chinas, tanto estatales como privadas, que se habían apropiado de la tecnología extranjera y adquirieron la capacidad de desarrollarla por vías propias y autónomas. Esto fue posible porque los países asiáticos, en particular China, enviaron sistemáticamente a miles de jóvenes a estudiar posgrados de alto nivel en Estados Unidos y Europa Occidental, creando una masa crítica de capital humano en ciencia y tecnología, al mismo tiempo que acumulaban capital financiero gracias al éxito de las estrategias iniciales de exportación de productos manufactureros básicos.
En cambio, en México y en Europa del Este, la industrialización no se acompañó de una política industrial nacional, por lo que el capital extranjero simplemente extendió el modelo maquilador al interior del país: se creaban fábricas con escasa integración nacional de componentes, sin vínculos con la educación tecnológica y científica, y sin crear capacidades gerenciales y tecnológicas locales. La ausencia de una política industrial tuvo como efecto aumentar la brecha preexistente entre los sectores modernos y los atrasados de la economía mexicana. En vez de crear un nuevo estándar nacional de apropiación de tecnologías modernas, lo que hicimos fue crear enclaves industriales aislados del resto de la economía nacional y de la educación científica y tecnológica.
A esta ausencia de política industrial, hay que sumar, tanto en México como en Europa del Este, una política de saqueo de las empresas paraestatales, privatizadas de manera precipitada y en el contexto de una altísima corrupción política. Este proceso condujo a la formación de monopolios en múltiples sectores de la economía y al consiguiente empoderamiento de oligarquías financieras y tecnológicas, tanto locales como extranjeras, que adquirieron un enorme poder de veto sobre las decisiones económicas de los gobiernos.
Es en este contexto que se produjo la transición a la democracia en México, cuyos primeros gobiernos, emanados del Partido Acción Nacional, carecieron tanto de poder político real como de proyecto de desarrollo interno. Los panistas simplemente siguieron el guión establecido por los priistas neoliberales, el cual incluía una nefasta política de contención de los salarios como arma antiinflacionaria y como mecanismo de atracción del capital extranjero. Esta irresponsable decisión condujo a una terrible pérdida de la capacidad adquisitiva de los salarios, al debilitamiento del mercado interno y a la carencia de incentivos para atraer a personal calificado a los sectores emergentes de la industria nacional. Los bajos salarios fueron garantía de baja productividad, y para colmo las empresas se desentendieron por completo de las condiciones de vida de sus trabajadores. Los gobiernos tanto federal como estatales en las zonas en proceso de industrialización mostraron igualmente una gigantesca irresponsabilidad con los nuevos trabajadores al no invertir en instituciones de salud, de educación y en vivienda para los trabajadores, un fracaso monumental que empeoró notablemente las condiciones de vida de la población urbana en general.
El gobierno de López Obrador no rompió con esta inercia. AMLO tuvo que ratificar el nuevo tratado de libre comercio (T-MEC) justo al inicio de su mandato, el cual introdujo mayores exigencias de integración regional de componentes de los productos industriales y homogeneizó algunos requisitos fitosanitarios para la exportación de productos agropecuarios sin que el problema de la falta de integración horizontal y vertical en las industrias de exportación se resolviera. En cambio, López Obrador tuvo amplio espacio para promover una política de aumento de los salarios que, combinada con la masificación de los subsidios a adultos mayores y a jóvenes en edad de estudiar, permitió cierta redistribución del ingreso. Sin embargo, AMLO continuó con la política del descuido criminal de la salud y la educación públicas, de tal forma que buena parte de lo ganado en materia de ingreso se perdió en materia de acceso a los derechos sociales. Más aún, López Obrador desperdició de manera irresponsable el escaso capital estatal disponible en obras públicas carentes de valor presente y futuro, como el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas y el ruinoso intento de rescate de Pemex y de la Comisión Federal de Electricidad, sin transformar las estructuras ni los contratos vigentes en esas empresas. El resultado neto de este conjunto de políticas fue un incremento del déficit público, la profundización de la crisis de las empresas paraestatales y la imposibilidad de contar con fondos públicos para mejorar la salud y la educación públicas y promover la ciencia y la tecnología locales. Si bien la presidenta Sheinbaum ha presentado el Plan México, que pretende dinamizar la economía nacional con un protagonismo estatal fundado en el desarrollo de ciencia y tecnología, es evidente que no existe el capital necesario para hacer viable el plan.
En cuanto a los condicionamientos externos, el gobierno de Sheinbaum se enfrenta a un intento desesperado y agresivo del gobierno de Donald Trump por recuperar una parte de las industrias manufactureras perdidas en las décadas anteriores por Estados Unidos y redefinir el estatuto de subordinación de México dentro de la región de Norteamérica. Trump y la nueva mafia de oligarcas que gobiernan Estados Unidos pretenden limitar el alcance del llamado nearshoring hacia México y tratan de llevar a territorio norteamericano algunos sectores industriales que de otra manera se podrían instalar en territorio mexicano. No existe una razón económica para esta política, sino que más bien se trata de dar satisfacción a las demandas de los trabajadores industriales que han perdido sus empleos. La destrucción del tejido social que ha producido la desindustrialización y la financiarización de la economía norteamericana ha sido brutal, y lamentablemente la derecha radical se ha beneficiado del comprensible descontento de la población trabajadora ante su condición de precariedad laboral y su pérdida de estatus como “clase media”, que era el símbolo cultural de la dignificación del trabajo en Estados Unidos y que ahora se ha perdido.
El proyecto de Trump inició en realidad en su primer período como presidente (2016-2020), y en esencia fue seguido y aumentado por el presidente Biden, tanto en el aspecto de profundizar la guerra comercial y tecnológica con China, como en lo que se refiere al intento de atraer inversiones en ramas estratégicas al territorio de Estados Unidos. En realidad, estamos viviendo en esta década la reversión de la globalización, en un proceso lento que implica un reordenamiento geopolítico global y la reorientación de la división internacional del trabajo, es decir, un nuevo equilibrio de poder entre los imperios capitalistas principales y una consolidación del poder de los oligarcas tecnológicos, que tratan de imponer su hegemonía económica en el terreno de la política nacional e internacional.
Como todo nuevo proyecto hegemónico, el de Trump es también un proyecto de orden político en el que las libertades y las instituciones democráticas no tienen importancia. En este reordenamiento hegemónico, el capitalismo norteamericano se ha descarado y muestra su carácter autoritario e imperial en forma abierta. El orden político en formación no sólo busca la regresión de los avances logrados en materia de derechos dentro de las fronteras de Estados Unidos, sino la imposición de un orden similar, pero con factura policiaca, en los países vecinos. Vivimos una regresión autoritaria a escala global en la que los imperios se distribuyen las esferas de influencia y garantizan su respectiva hegemonía por métodos claramente autoritarios.
En México, el intento de López Obrador de reflotar el proyecto nacionalista estatista del siglo pasado no fue sólo un fracaso económico, sino también político. El costo de la hegemonía del nuevo partido oficial ha sido muy alto. Para desplazar a la vieja élite política neoliberal, López Obrador hizo alianzas con toda clase de políticos reciclados y poderes fácticos territoriales de toda laya. En la práctica, la aparente centralización del poder en la figura del presidente se convirtió en realidad en una fragmentación del poder a nivel territorial. Las alianzas pragmáticas e inmorales de AMLO con políticos locales provenientes de distintos grupos mafiosos del pasado inmediato se tradujeron en una transformación de los autoritarismos subnacionales que había propiciado el gobierno de Peña Nieto la década pasada. Las élites locales ultracorrupas y aliadas (con frecuencia) con grupos criminales fueron sustituidas por otras muy parecidas, que habían sido desplazadas en la fase anterior y que encontraron un nicho para reciclarse en el partido Morena, el cual, urgido de ganar elecciones locales a como diera lugar, infló viejos liderazgos y aceptó pactos y alianzas criminales microlocales, cuyo costo estamos pagando hoy. La hegemonía política de Morena a nivel nacional es más aparente que real. El poder de la presidencia se ha debilitado por la combinación de la precariedad fiscal del gobierno federal, la casi nula capacidad de implementación de proyectos y la destrucción de las escasas instituciones creadas por los gobiernos neoliberales, que mal que bien lograban hacer pequeños actos de control interno del Estado. El poder de un solo hombre, es decir, de AMLO, era mucho y a la vez muy poco. Todas las decisiones importantes pasaban por su escritorio, pero en los distintos estados del país lo que se hacía era una política de negociación con los poderes fácticos locales. La tolerancia al narcotráfico y, en general, a la delincuencia organizada, resultó fatal en este contexto. Un presidente empoderado con un gobierno debilitado; un presidente aparentemente todopoderoso frente a gobernadores carentes de recursos, proyecto y moral; el gobierno federal era en realidad un gigante con los pies de barro.
Esta es la herencia que ha recibido Claudia Sheinbaum. Un gobierno sin recursos humanos, materiales y fiscales, que debe controlar un país fragmentado en el cual el gobierno federal, pero también los locales, han perdido el control del territorio en buena parte de la nación, y carecen por tanto de medios para controlar tanto a las corporaciones sindicales con las cuales se alió vergonzosamente AMLO, como a los grupos políticos locales que se disputan, con frecuencia en alianza con grupos criminales, la extracción de rentas a los ciudadanos mediante la extorsión, el robo y el secuestro.
La presidenta Sheinbaum está entre la espada y la pared. Por si faltara algo, la presidenta intenta centralizar el poder en su persona, liberándose de los agentes del expresidente y de los partidos satélites (Partido Verde, PT) que tan funcionales le han resultado a Morena en la fase de consolidación de su poder. Los partidos Verde y del Trabajo ya no son necesarios en ausencia de una oposición digna de ese nombre. Sin embargo, cuentan con grandes espacios de poder tanto en el Congreso de la Unión como en algunos estados del país, y están luchando y lo seguirán haciendo por mantener sus nichos de poder y cobrar muy cara la renta de sus servicios. Dada la carencia de institucionalidad del Estado y del partido oficial, es muy difícil que la presidenta pueda imponer las medidas dolorosas necesarias para recuperar la soberanía del Estado sobre el territorio nacional y controlar los poderes fácticos, y al mismo tiempo mantener un espacio de soberanía nacional frente al neoimperialismo que viene del norte.
La gran paradoja de nuestro tiempo mexicano es que somos víctimas de la continuidad esencial de dos tipos de pasado. El pasado remoto del viejo régimen priista, que vive en el pensamiento y en los imaginarios tanto de la clase política como de los sectores populares; y el pasado reciente de los regímenes neoliberales que crearon un modelo de dependencia de Estados Unidos dentro del cual el país está condenado a vivir en el futuro previsible. Al mismo tiempo, los gobiernos de la transición permitieron el debilitamiento orgánico del Estado nacional y la pérdida de la hegemonía territorial del Estado. El gobierno de López Obrador, increíblemente, ha sido el continuador de las dos tradiciones, combinándolas de una forma tal que hoy día el gobierno mismo está entrampado en su propia telaraña. Algo similar puede decirse de los retos del mundo exterior, que es también interior. La globalización ya creó una dependencia estructural inevitable con Estados Unidos y Canadá de tal forma que los espacios de la autonomía y de la soberanía nacionales son más reducidos que nunca.
No hay salida clara de este laberinto. Lo que viene es una especie de administración casuística y lenta de la debacle. No hay un “segundo piso de la transformación” porque nunca hubo uno primero, sino tan sólo un mito genial cuya debilidad extrema hoy estamos empezando a comprender. El fin de la globalización como la conocimos durante cuatro décadas coincide con el desmoronamiento de un viejo régimen político autoritario que adquirió una faceta electoral en los últimos treinta años, pero que no dejó de ser nunca el mismo en lo esencial. Estamos en la urgencia de construir algo nuevo, que seguramente resultará en una improvisación impostergable y continua, en una invención violenta de nuevos métodos de control territorial y un intento de renovación generacional de unas clases política e intelectual tremendamente envejecidas.
Este texto fue publicado originalmente en el blog de Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo.