Por Darío Fritz
En cualquier extremo que se quiera ubicar a la persecución de la educación universal, el Afganistán de los talibanes no tiene competencia. Y si se la buscara nos tendríamos que remontar algunos siglos atrás. Pero en Occidente, que ha tenido lo suyo con los nazis, el fascismo y los regímenes militares, hay un mundo que también comienza a despertar alarmante en estos albores del siglo XXI. Alza cabeza y manos decidido a censurar, arropado de puritanismo, con la ventaja de que están bien vistos y aceptados, en su conservadurismo extremo, entre franjas amplias de la población. El PEN America -organización civil que defiende los derechos humanos y la libertad de expresión- constató días atrás que en Estados Unidos se censura y de manera legal como los talibanes. Más de diez mil libros -novelas, ensayos, poemas- han sido prohibidos en las escuelas -la cifra era de 3,362 el año pasado- por disposiciones de leyes estatales. Florida y Iowa están a la cabeza -unas 8,000 prohibiciones-, mientras una ciudad de Wisconsin tiene el récord de vetos con 300 en pocos meses. Se ha acentuado como política oficial desde 2021, pero tiene antecedentes como los de La campana de cristal, de Sylvia Plath, prohibido desde los años setenta en Indiana por su lenguaje “profano”.
Pero más allá de los números testigos, los motivos de la censura ponen a temblar toda explicación racional. Los textos en que los jóvenes no podrán tener acceso en las aulas -libros de Hemingway, Toni Morrison, Agatha Christie, Stephen King, García Márquez, Lorca, Poniatowska- llevan implícitos supuestos contenidos que la política prohíbe: la enseñanza de orientación sexual e identidad de género. Se están censurando las historias de personas o personajes afroamericanos y personas LGBTQ+ -dice el reporte del PEN America-, o historias sobre mujeres y niñas que incluyen representaciones de violaciones o abusos sexuales.
Detrás de las leyes impulsadas por gobernadores y legislaturas -en Florida se conoce como la ley No digas gay-, los grupos conservadores se articulan de tal manera que presionan también sobre los consejos escolares y los padres para quitar los libros de las aulas y de las bibliotecas. Entre esos grupos están los Proud Boys, una milicia ultraderechista cercana a Donald Trump, que encabezó el ataque al Capitolio el 6 de enero de 2021, y cuyos líderes han sido condenados por conspiración.
Que desde los cinco a los 18 años se impida la enseñanza sobre sexo y género, como en Florida, no es algo focalizado. Hay 42 estados con este tipo de prohibiciones. Y el despliegue de ideas que parecían anquilosadas tiende a ampliarse o están dormidas, como suelen llamar allí al terrorismo, para propagarse en cualquier momento. En estos días, desde el gobierno de Javier Milei, en Argentina, y exaltado por grupos desconocidos hasta ahora, se ha comenzado a hacer un ataque directo sobre la enseñanza de libros del mismo corte a los prohibidos en Estados Unidos que se difunden en escuelas de gobiernos estatales opositores. Tampoco están lejanos los grupos que afloraron en 2023 en México, cuando la SEP introdujo cambios a los libros de textos escolares. Ideología de género, contenidos que fomentan la confusión sexual, textos de proyectos y actividades que promueven la hipersexualización de los niños. Eso adujeron, sin éxito, sobre los textos, y convocaron a que los padres boicotearan la utilización de los nuevos libros educativos. Los argumentos de la negación los identifica en cada caso, bajo el ambiguo escaparate de “la defensa de la familia”.
Excitación, placer, deseo, caricias, sexo, se tornan emblema de prohibición, como si quienes levantan la tarjeta de censores, existan o no los libros, no lo hubiesen conocido a las edades que pretenden negar. Como si no supieran del campo abierto a la exploración en Internet. “Las verdaderas fiestas tienen lugar en el cuerpo y en los sueños”, nos recuerda Alejandra Pizarnik. Solo en el infierno hay felicidad para algunos, parafraseando a Isak Dinesen.
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