Réquiem para quien se va

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Por Darío Fritz

Cuesta irse. Resulta complejo y resbaladizo.  Las huellas quedan huérfanas, los afectos patinan en nudos de nostalgia, se rumia sobre los cimientos abandonados, el bolsillo empequeñece en territorio yermo, se desconfía de los herederos de cada hueco por aplanar como si eso fuera aún la responsabilidad que aún compete. Puestos a irnos de un lugar, de una relación de pareja, de un trabajo, se cimenta tanto el vacío de la desesperanza ante la ausencia irredimible como el temor por los futuros agujeros que habrá que rellenar. Puestos a partir se impone la obsesión de vigilar que nadie ose pisar la huella plantada. En todo caso, que se la mejore y se le tome en cuenta en algún brindis como quién la inició. Puestos a irnos, se acepta un futuro derecho al regreso, encadenado a las consecuencias de lo que se ha sembrado. Quien se va, se asume parte del olvido, no hay quien le busque, le consulte, ni le tome en cuenta. Sería necio no aceptarlo, como en la Grecia Antigua le ocurría a quienes se sentaban en la Silla del Olvido, prisioneros de la ignorancia absoluta de los demás.

El que parte paga su cuota de sometimiento a la omisión de los abandonados. Escribir una carta, hacer un llamado telefónico, redactar unas líneas en redes sociales acerca de lo maravilloso que fue aquello donde se estuvo, pregonar que aún a la distancia se lo siente como propio, correrá por cuenta del que se fue, nadie del lugar al que perteneció querrá hacerle ver que se le necesita. Quiso ser prescindible, le podrán argumentar; quiso dejar de formar parte del mismo rumbo, le podrán señalar; quiso estrenar nuevos ropajes que otros consideran innecesarios o no se atreven a descubrir.

El que se va puede llamar a la puerta una y otra vez. Pero nadie le espera, el tiempo allí ya es de otros. Y se lo hacen ver. Todo regreso puede ser incidental, un paliativo a la nostalgia que carcome o una adicción irresistible, puede tener fines razonables o la insensatez del arrebato. Como prenda de cambio obtendrá un lugar secundario entre quienes se quedaron. Nadie le dijo ni sugirió irse. Mucho menos, darse una vuelta para poner en orden su consciencia en pena. La casa, el parque con resbaladilla y hamaca, el campo de deportes, la playa junto al río, la plaza de los encuentros a las seis de la tarde, estarán en el mismo lugar, los amigos tendrán otras compañías, en la familia y en la vecindad correrá nueva sangre, no habrá vacíos por llenar, solo sumarse a aquello que el tiempo y otros se han apropiado.

Puestos a irnos, el que emigró perdió su lugar, el suyo no se edifica allí. “No hay retorno / el espacio cambia / el tiempo vuela / todo gira en el círculo infinito / del sinsentido atroz”, dice un poema de Cristina Peri Rossi.

Puestos a irnos quien permanece asume un sentimiento de orfandad, de sostenerse en la rutina y de quebrantarla cuando puede, en la construcción de la esperanza y el optimismo contenido de salir adelante en la desventura de cada día, de pasar las de Caín, acometer la incertidumbre, festejar en los tiempos de fortuna. Puestos a irnos, quien se muda depende de sus capacidades y talentos, oportunidades cazadas y exploradas, puertas por abrir, fortaleza para resistir, construir la buena mano de la suerte y los aciertos, creer en lo suyo, capotear dificultades inmensas. Ganar codo a codo el mérito que otros niegan. Quienes quedan no tiene por qué entender de mudanzas ni festejarlas. Menos recordarlas. Peri Rosi también dice esto: “Soñé que volvía / pero una vez allí tenía miedo / y quería irme a cualquier otro lado”. Mirar atrás puede ser un arma de idéntico filo: la sanción, el escarmiento, nunca la redención.

 

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