Por Alberto J. Olvera
Es pronto para salir del azoro. Ni perdedores ni ganadores alcanzan a explicarse los resultados de las elecciones del 2 de junio. Tardaremos tiempo en llegar a algún tipo de consenso sobre las causas de la apabullante victoria de Morena en las elecciones federales y locales en todo el país, lograda además con una votación mayoritaria en casi todos los sectores de edad y grupos sociales. Mucho se ha avanzado en el análisis de los factores económicos que indican que una mayoría de la población se ha beneficiado realmente de las políticas públicas del gobierno de López Obrador. También queda claro que la narrativa populista del presidente conectó con lo que la gente sentía y pensaba y con lo que quería del gobierno. Pero poco se ha reparado en que la celebración de unas elecciones presidenciales sin López Obrador como candidato levantaron el velo del miedo de las clases medias a la instauración de un régimen populista personalista. Ha habido un premio al respeto de AMLO a las reglas de la sucesión presidencial. No sabemos si realmente el líder será capaz de retirarse, pero sin esa seguridad formal muy posiblemente la ciudadanía no le habría otorgado un triunfo tan decisivo en una elección plebiscitaria, en la que en realidad se evaluaba su mandato.
Los teóricos del populismo dicen que hay tanto una demanda como una oferta de proyecto populista en los distintos países del mundo. La oferta es clara: se trata de líderes que ofrecen cambios radicales en el orden político y social y crean una polarización entre un pueblo bueno y unas élites corruptas. La demanda es menos entendida: se trata de algo que la gente desea y considera necesario que hagan los gobiernos en un dado momento histórico. En Europa Occidental y Oriental y en algunos países de América Latina se trata hoy día de una resistencia o un rechazo a algunas de las consecuencias económicas y culturales de la globalización, ante todo al avance del feminismo, a la profundización de la secularización, el rechazo a la inmigración ilegal y a la pérdida de identidad nacional, todo ello en el contexto de una percepción de pérdida de los cimientos de su cultura y desinterés de las élites en los intereses de la población nativa. Por ello el auge de populismos de derecha. Pero en México la demanda es distinta: se trata de un reclamo de mejor distribución de la riqueza, de un verdadero rechazo a una clase política enquistada en el poder en los años de la transición a la democracia y en general a las élites económicas y parte de las culturales. Hay, pues, una especie de acuerdo nacional con las propuestas fundamentales que López Obrador le ha hecho a la ciudadanía: es necesario priorizar la “justicia social” y revertir la concentración del ingreso y del poder en unos pocos. Puede cuestionarse si en realidad se avanzó en esa dirección en este gobierno, o afirmarse que el costo para el Estado de derecho ha sido muy alto. Pero lo cierto es que el resultado de las elecciones indica que la gran mayoría de la población coincide con ese proyecto y quiere que se siga en esa dirección.
La peculiaridad del populismo de López Obrador ha sido que constituye una mezcla única de recuperación del discurso nacionalista y populista del PRI histórico, fuertemente anclado en la cultura política popular, con la construcción de un liderazgo unipersonal que, en ausencia del corporativismo priista, se centra en la producción y reproducción continua de la imagen de un líder salvífico. Si bien este principio de articulación entre una vieja cultura política favorable al estatismo y a un discurso justiciero con el liderazgo unipersonal no es nuevo, pues López Obrador lo ha sostenido con lo largo de su carrera, fue apenas en 2018 que se presentó la coyuntura perfecta para que este líder y este proyecto tuvieran el consenso de las mayorías.
Se trató ante todo de lo que López Obrador caracterizó correctamente como una derrota moral de los partidos de la transición, esto es, el PRI, el PAN y el PRD, en la medida en que el proyecto neoliberal se demostró no sólo insuficiente para combatir la pobreza, sino que fue llevado a cabo por una élite política ambiciosa y corrupta que sólo en la superficie modernizó la gestión pública, mientras en la práctica mantenía los viejos patrones de relación clientelar con la población y acentuaba el neopatrimonialismo como forma privilegiada del ejercicio del poder.
La democracia limitada a la competencia electoral se convirtió en complicidad en la generalización de la corrupción, en la continuidad de un sistema de componendas propio del capitalismo de cuates y en un orden político que sólo era moderno en la superficie pero mantenía en la práctica los privilegios del pasado. En esos años la mayoría de la población estuvo de acuerdo en perseguir el sueño de la modernización desde arriba y le dió una oportunidad al despliegue del proyecto neoliberal, al cual se sumaron las élites intelectuales liberales, las cuales pensaron que a través de su incidencia podían mejorar la calidad de la precaria democracia mexicana.
El desastre del gobierno de Peña Nieto puso fin a ese sueño. La mayoría de la población se sintió harta de la corrupción, la frivolidad y el elitismo de los gobiernos democráticos de esa era. No obstante, 2018 no fue un cheque en blanco. Si bien López Obrador gozó de una amplia mayoría parlamentaria, su gobierno estuvo acotado territorialmente por una gran mayoría de gobernadores priistas, panistas y perredistas y por un Congreso que hizo alguna oposición, con el cual López Obrador logró acordar algunas reformas al principio, pero que más tarde decidió confrontar y denunciar como un obstáculo en la transformación por él buscada.
A lo largo del sexenio López Obrador revirtió casi por completo el poder territorial de la vieja guardia política. Su partido logró ganar dos tercios de los gobiernos estatales, mientras el presidente minaba a los organismos autónomos y al aparato de Estado en su conjunto, y atacaba a la oposición en el Congreso y al Poder Judicial, acusándolos de resistir los cambios que quería el pueblo. La genialidad de López Obrador consistió en mantener siempre la narrativa de que la vieja élite obstaculizaba el desarrollo de su proyecto y en polarizar al país deliberadamente. Todos los errores de su gobierno fueron directa o indirectamente atribuidos a las resistencias del pasado. Y la mayoría de la población aceptó como válida una explicación que para las élites intelectuales y para las clases medias altas y altas en realidad ocultaba el fracaso del gobierno.
El arrollador triunfo de Morena se puede leer como el triunfo cultural de un proyecto justiciero y la validación de la continuidad del mismo. Sin embargo, sostengo que un factor central en este resultado ha sido el premio que la mayoría de la población ha dado a López Obrador por ser capaz de retirarse y no intentar forzar una reelección. Esta decisión del líder rompe con la trayectoria tradicional de los líderes populistas, que tienden a perpetuarse en el poder. Ese temor impidió que López Obrador triunfara en las elecciones pasadas, que se dieron en el contexto del ascenso de populismos de izquierda en Sudamérica, que habían implicado la reelección de presidentes y particularmente en Venezuela la instauración progresiva de un régimen autoritario que sólo en las apariencias conservó la democracia electoral.
En 2024 esos populismos sudamericanos han desaparecido y con ellos sus líderes históricos. Es paradójico que el fracaso de los populismos de izquierda haya facilitado que los ciudadanos mexicanos perdieran el miedo a expresar plenamente su apoyo a López Obrador. Como el propio presidente lo planteó, la elección del 2 de junio fue un plebiscito sobre su gobierno, así como la elección de 2018 fue un plebiscito sobre los gobiernos del PRI y del PAN. Claramente López Obrador ha ganado este plebiscito en forma arrolladora, pero una condición de este triunfo ha sido la seguridad de que la continuidad de su proyecto no implicaría la instauración de una dictadura personal.
Esa es la ventaja de la presidenta electa Claudia Sheinbaum. Ella es a la vez la portadora fiel del proyecto de la llamada Cuarta Transformación y quien rompe con el principio del líder encarnado. El populismo necesita de un líder que reclama ser el representante del pueblo. Sheinbaum no puede ni quiere reclamar tal identidad. Ella goza de una legitimidad democrática incuestionable y por tanto inaugura un régimen político distinto al populista personalista que ha encabezado hasta ahora López Obrador. Tiene la ventaja de que la oposición está destruída y los poderes fácticos carecen de liderazgo.
Queda por ver si en efecto el viejo líder es capaz de sustraerse a la política cotidiana y a la tentación de imponerle a su sucesora los cambios constitucionales que la privarían de toda iniciativa propia y capacidad de maniobra. Existe el riesgo de que el líder no se jubile, en cuyo caso no sólo la estabilidad del siguiente gobierno estaría en duda, sino que el propio líder podría perder su lugar privilegiado en la historia y la imagen que quiere preservar como el hombre que cambió al menos en parte al régimen político mexicano sin romper con la trayectoria democrática difícilmente ganada. Y más retador aún, hemos de ver si la presidenta logra el milagro de institucionalizar lo que hasta ahora ha sido un régimen informal de un solo hombre.
Este texto se publicó originalmente en Nexos. Agradecemos a su autor la autorización para reproducirlo en La Clave.