Por Aurelio Contreras Barrales
Durante las décadas de 2000 y 2010, América Latina sufrió una serie de transformaciones político-electorales que conllevaron al arribo de nuevos grupos de poder que buscaban desplazar de las cúpulas gubernamentales a las añejas clases políticas.
Arropados con las banderas del izquierdismo, liderazgos unipersonales generaron entre la ciudadanía la esperanza de generar un cambio a las situaciones deplorables en las que sus gobiernos los mantenían. Fue así que personajes disfrazados de luchadores sociales llegaron al poder presidencial de sus respectivas naciones, y muchos de ellos, con la clara intención de nunca irse.
Uno de ellos fue Hugo Chávez Frías, militar del ejército venezolano que intentó, fallidamente, derrocar al gobierno de Carlos Andrés Pérez en 1992. Ante la infructuosa rebelión, su arresto y posterior liberación, Chávez entendió que el medio idóneo de acceso al poder estaba a través de la vía electoral, por lo que conformó su partido, Movimiento V República, y se lanzó al ruedo. Con un discurso populista de izquierda y esperanzador, Chávez arrasó en las elecciones presidenciales de 1998 bajo la consigna de democratizar al país y renovar el “mal gobierno” que le heredaría el presidente Rafael Caldera. Sin embargo, Chávez se perpetuó en el poder, traicionando sus propios principios democráticos. Conformó un partido de Estado, que en 2007 mutó al Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) y, antes de su fallecimiento, designó a Nicolás Maduro Moro como su sucesor. Hoy en día, Maduro ejerce el poder de manera sumamente autoritaria.
En los años siguientes, distintos países latinoamericanos decidieron volcarse a la izquierda con el objetivo de sacudirse a los gobiernos que los mal administraban. Daniel Ortega en Nicaragua, Néstor Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador son ejemplos de políticos de izquierda que prometieron el paraíso a sus electores y, una vez en el poder, se perpetuaron en el mismo y llevaron a sus naciones a un estado raquítico. La mayoría de ellos comparten un común denominador: han sido vinculados en algún momento con el narcotráfico.
En la década de 2010 y 2020 se dieron otros tres virajes importantes a la izquierda: Gabriel Bóric en Chile, Gustavo Petro en Colombia y Andrés Manuel López Obrador en México, todos bajo la consigna populista de transformar a sus naciones a un estado más igualitario para sus habitantes. Sin embargo, los tres han realizado desplantes que han mermado a sus países, particularmente en México y Colombia, donde ha quedado expuesto al ojo público que sus discursos caen en la absoluta demagogia.
En el caso de Petro y López Obrador, hoy los persigue la sombra del crimen organizado y no solo por el hecho de que durante sus administraciones respectivas, se ha dado una peligrosa expansión de los grupos criminales en sus territorios y ha recrudecido la violencia, sino porque han salido a la luz los presuntos nexos que estos dos presidentes tendrían con grupos delincuenciales para que les apoyaran a ascender al poder. Al igual que con Chávez, Maduro, Morales y Correa, a Petro y AMLO se les vincula con agrupaciones del narcotráfico, en estos dos casos, con presuntos apoyos económicos que los cárteles les habrían brindado en sus campañas electorales.
En el caso de Petro, en agosto de 2023 su hijo, Nicolás, confesó en medio de un juicio en su contra por desvío de recursos que dinero del narcotráfico ingresó a la campaña de su padre, dando la cantidad exacta de 400 millones de pesos colombianos (aproximadamente un millón 700 mil pesos mexicano). A pesar de negarlo, desde entonces el gobierno de Petro ha ido en declive.
Desde hace años, sospechas de vínculos entre el presidente López Obrador y el Cártel de Sinaloa han inundado la opinión pública y el debate político. Las elecciones de 2021 y la expansión territorial de Morena, partido en el poder, avivaron las sospechas, al igual que las constantes visitas del mandatario al principal bastión de este grupo criminal y el polémico saludo entre el presidente y la madre de Joaquín Guzmán Loera.
Sin embargo, en estos últimos días, los reportajes, tanto nacionales como internacionales, que dejan cada vez más al descubierto los presuntos acuerdos entre el crimen y el titular del Ejecutivo federal para que los primeros apoyaran las pretensiones electorales del segundo han inundado, una vez más, el debate público. Las reacciones del Presidente ante las acusaciones tampoco le ayudan para mantener impoluta su imagen y la de su gobierno.
Presuntamente más información saldrá en próximos días, lo que pone en jaque la legitimidad de este gobierno y, quizás, en riesgo la permanencia del hoy partido oficial en la Presidencia de la República.
Hoy, con estas acusaciones y posteriores investigaciones, se refleja que la crisis del populismo de izquierda en América Latina es una realidad, que los discursos que esperanzaron a millones de electores fueron solo palabras al viento. Sin embargo, esto pone en entredicho también al sistema democrático en su conjunto.
La pregunta ahora es, ¿hacia dónde deberá volcarse el electorado? ¿En algún momento podremos disfrutar de la tan anhelada paz que merecemos como seres humanos o viviremos en una angustia permanente, alimentada por el latido acechante de la violencia?
Las condiciones presentes y futuras nos darán la respuesta. Sin embargo, buenos augurios no se asoman en el horizonte.