Por Sandra Luz Tello Velázquez
Algunas de las mejores ideas llegan de pronto, simplemente por el recuerdo de una frase que viene de la mano de fechas importantes, así llegó a mi mente el 16 de diciembre de 1775, día en que nació Jane Austen y cuyo epitafio, en la catedral de Winchester, no menciona que fuera la autora de las novelas por las que actualmente se le reconoce.
Han transcurrido más de doscientos seis años desde su partida y es evidente que su obra literaria surgió del anhelo de expresar sus ideas, aunque la lengua inglesa confería a las mujeres al silencio.
El estilo de Jane Austen es sencillo, alejado del virtuosismo y el sentimentalismo meloso. A través de sus escritos muestra su agudeza al observar, escuchar y mantener su afinidad con otras mujeres,
Aunque Jane Austen solo escribió seis novelas logró reflejar la emoción de lo cotidiano en personajes comunes y corrientes, en hombres y mujeres que se enfrentaban a una sociedad inglesa plagada de prejuicios, excentricidades, exigencias, divisiones sociales y constructos de género.
En la actualidad, Jane Austen se ha convertido en una de las escritoras más leídas y conocidas, tal vez por las adaptaciones de sus novelas en cine o televisión, paradójicamente ella escribió en sus cartas que por ceñirse a su estilo nunca tendría éxito.
Es posible que su notoriedad se deba a que sus relatos tratan de personas y de sentimientos completamente humanos, lo que lleva al lector a identificarse con personajes que tienen una voz bien definida, una personalidad distintiva y las palabras apropiadas para esta.
La literatura de Austen es como la buena anécdota, pues al leerla se despliega un abanico de posibilidades que persisten en el presente, un abanico que quizá se refleje en nosotros, al observar deseos que, en muchos casos no se materializan o que nos dejan sin respuestas concretas debido a los desenlaces abiertos, cuyos personajes se enfrentan y sufren en un mundo lleno de codicia, arribismo, mimetismo social y divisiones de clase.
En una última cuestión Austen mostraba un “yo” superpuesto a la sociedad, que rompió con los cartabones de la época georgiana y estaba representada en las hijas del Señor Bennet de Orgullo y Prejuicio, así como las diferentes personalidades femeninas recreadas a través de Emma, Annie Elliot o Elinor Dashwood, las cuales no son producto de un capricho de la autora, sino parte de una disertación moral personal.