Por Fernando Vázquez Rigada
Una pandemia recorre las calles del mundo: silenciosa, cruel. Atenaza el pecho y amputa el optimismo y la esperanza.
Su nombre: soledad.
En una encuesta mundial, 1 de cada 4 seres humanos afirmaban sentirse solos. En Estados Unidos, dos de cada seis. Subrayo: son personas que no necesariamente están solos, pero se sienten así.
No hay nudo más cruel que ese: la soledad multitudinaria. En un mundo de vértigo, entre ríos de gente, mareas de información, el ser humano pierde compañía y el propósito común que se genera con ella.
Nadie es humano solo: nos hacemos humanos los unos a los otros.
Esto no derivó del COVID. El virus lo exacerbó, pero venía de atrás. El impacto en la salud pública es terrible. La soledad hace que se incrementen alarmantemente las enfermedades cardiovasculares, la apoplejía, el deterioro cognitivo y la demencia.
La soledad, advierte la OMS, daña igual que fumar 15 cigarrillos al día. Causa, entre otras, que una persona se quite la vida cada 40 segundos en el mundo.
El sentimiento de soledad golpea con mayor fuerza a los adultos mayores, por su físico, sus limitaciones en movilidad y la pérdida de sus amigos o parejas. Con todo, no es exclusivo de ellos. Niños y adolescentes también reportan su aislamiento.
¿A qué se debe?
Varios factores. La extensión de la esperanza de vida y los avances en la ciencia de la salud. Esto hace que tengamos una población de mayor edad, sin infraestructura ni cultura para atenderles. El cambio en la estructura de producción de bienes, que eliminaron paulatinamente los grandes centros de trabajo, los sindicatos, y diluyeron el contacto entre seres humanos. El retraso en la formación de matrimonios. La penuria económica, que hace que muchas personas dediquen más tiempo al trabajo. La migración, que fractura a las familias y a los vínculos sociales. También, al surgimiento de tecnologías digitales y las redes sociales que convierten en virtuales las relaciones humanas, sobre todo en jóvenes. Y llegó, finalmente, la pandemia que hizo norma lo que ya ocurría: el distanciamiento social. Todo cerró, pero especialmente las escuelas, que promueven el contacto entre personas y, en casos venturosos, entre personas diferentes.
Hay soluciones en curso a esta pandemia. Los países escandinavos, en donde la soledad golpea a 7 de cada 10 personas en edad de trabajo, han comenzado a tener políticas públicas para reconectar a las personas. El intento se ha extendido ya a Francia, los Países Bajos y a Estados Unidos.
Cada vez más florecen las instituciones públicas para intentar dar impulso a una vida más plena: de afecto, de solidaridad, de amistad.
El seguimiento puntual y la tecnología ayudan. Los datos nos permiten saber qué colonias tienen un mayor número de personas que viven solas. También, censos y encuestas permiten identificar qué personas se sienten solas. Ese mapeo permite disparar tiros de precisión: en dónde se deben promover espacios públicos y actividades de convivencia. Centros de encuentro. De cultura, De torneos como el ajedrez o de música y baile: las mejores medicinas que ha inventado el ser humano.
Hay ministerios dedicados a fomentar una vida más plena y feliz. Los datos no son desalentadores. Las personas que reportan sentir nostalgia, aislamiento o depresión han disminuido en los países que han tenido el valor de fundar instituciones para promover la compañía y la felicidad. También los costos del sistema de salud pública para atender padecimientos vinculados a la soledad han bajado.
No todo es política pública. En Holanda existe una cadena de tiendas de autoservicio, Jumbo, que ha abierto “cajas lentas”: carriles de pago diseñados para que la gente converse, intercambie, se conozca. Los empleados que atienden ese segmento están capacitados para promover el contacto social con los clientes.
Es preciso tomar en serio esto y revertirlo. Refuto a Sartre: el infierno no son los demás. Son nuestro aliciente, punto de encuentro y puerto de abrigo.
El afecto, la amistad, el consuelo, todas son palabras hermosas que sólo se entienden si tenemos a otro. El invento más grande de la humanidad, junto con la imprenta, fue la mesa: un espacio en donde no sólo nos alimentamos: también nos encontramos, nos hermanamos, compartimos, disentimos, soñamos. La mesa siempre es mejor, y más generosa, si es compartida.
Urge repensar nuestra vida para así cambiar nuestro destino.
El día más feliz de Robinson Crusoe, imagino, fue cuando absorto descubrió unas huellas húmedas en la playa de su soledad. La alegría lo invadió. La ilusión. La esperanza. Había hallado al otro. Lo nombró con el nombre que imaginó que sería ese día.
Viernes.
@fvazquezrig