Por Darío Fritz
La frase asemeja a las que solemos encontrar en los paredones de los suburbios. Esos ocupados por la originalidad del ingenio popular o por el fraseo que recuerda a poetas. “Los libros no se roban, ¡se expropian!” El lema rebelde, juvenil, atinado, es un manifiesto irreverente de un grupo de transgresores de la obediencia que suben libros gratis a la web. En tiempos universitarios se lo escuché decir a un amigo experto en ardides para salir de las librerías con alguno que otro texto de filosofía o marxismo gramsciano escondido entre los más baratos que compraba o en los pliegues de la gabardina. Tanto romanticismo a la hora de potenciar lecturas y lectores se desfigura hoy de la mano de la Inteligencia Artificial (IA). Veloz, explosiva, intimidante, su desarrollo en meses recientes ha llevado a descubrir la semana pasada que ya se ha hecho de más de 170,000 mil títulos de autores como Stephen King, Margaret Atwood, Haruki Murakami y Jonathan Franzen, de las editoriales comerciales más conocidas y sin discriminar géneros. Los beneficiados, dice la historia que reveló The Atlantic llevan, entre otros, hacia Mark Zuckerberg, de Meta, y la empresa Bloomberg. Un detalle nada menor los marca: a nadie le han pagado un céntimo por usar esos textos. Nada nuevo entre las empresas tecnológicas que hacen también de la piratería de datos e información, la rentabilidad de sus negocios. Pero mientras a aquellos jóvenes rebeldes de la frase de paredón se los trata de ubicar, perseguir y destruirles su página de acceso libre a poco más de un centenar de libros -está comprobado que cerca de la mitad de los libros que se venden hoy son piratas, aunque aquí sí hay una maquinaria editorial impostora y lucrativa-, a Meta y Bloomberg se los hace ver como iluminados del futuro de la humanidad y los negocios. Aprovechan el prestigio social alcanzado, asentado en qué tanto poseen y cuánto poder traccionan. Y por lo mismo resultan intocables.
Nos merodean personajes como éstos, frases, hechos, acciones, actividades, intocables y definitivamente ajenos a toda cercanía con la equidad. Intocables que fugan fortunas a paraísos fiscales, lavan dinero propio y de otros en bancos y construcciones de lujo. Que se sienten de piel más blanquecina, de billetera frondosa o intocables en la cúspide de sus sillas gerenciales. Intocables propietarios de perros que marcan con sus heces veredas descuidadas, que ponen su Dios por encima de las miserias terrenales, pontificadores de datos objetables y verdades a medias sin el menor viso de pruebas, los que te cruzan la carrocería de sus camionetas para ganar centímetros de espacio en avenidas. También intocables impertinentes que sobre un escenario cantan con franqueza extrema “Yo ya no puedo cumplir/ hazañas que prometí/ solo esperar cantando”. El que destaza a nuestra madre cuando la pifiamos en una maniobra callejera y huye, los que imparten clases soporíferas desde la veteranía del almanaque, el que niega el teléfono porque sí nomás, quien se ha fumado tres atados de cigarros diarios y sobrevive al cáncer, el que atiende al político encumbrado. El político encumbrado. Intocable quien puede escribir las doce líneas del poema “Los justos”, como Jorge Luis Borges. Intocables tardes insulsas de domingos, recuerdos de madrugada en que te pidieron el divorcio, te anunciaron una muerte, leímos por correo el rechazo a un financiamiento. Intocables acreedores que exigen miserias para un país, el migrante que cruza el río con su niño cargado al cuello, la frase de Pancho Villa “ya es tiempo de que los prejuicios acaben”.
Intangible e intocable, la IA hace apropiación imperial aprovechada por abusadores del limbo legal, como Rómulo impuso a Roma en el centro de criminales y fugitivo para engendrar un imperio que en varios siglos se llevaría de la mano de la esclavitud parte de Europa, Asia Menor y el norte africano. Stephen King reiteró despreocupado en respuesta al artículo en The Atlantic -lo había dicho en el libro Mientras escribo– que no se puede aprender a escribir a menos que seas lector y leas mucho. Algo así como que la tecnología nunca alcanzará a la creación. Quizá no, ¿pero quién confiaría para eso en los editores? Céline acusó al suyo de “payasesco comerciante” y Balzac de “verdugo”. Para Goethe eran “hijos del diablo”. El tiempo, cercano, dirá.
@DaríoFritz