Romero. “Voz a los sin voz”
Por Javier Solórzano Zinser
San Salvador.- En medio de la convulsión política que vivía El Salvador a principios de los 80, monseñor Oscar Arnulfo Romero se convirtió en una figura fundamental a seguir para millones de salvadoreños.
Gobernantes y militares supusieron que lo iban a controlar, pero todo adquirió una dimensión totalmente distinta. Creyeron que era un personaje dócil en medio de una manifiesta crisis política y de un alzamiento social sin camino de regreso.
Oscar Arnulfo Romero era un hombre bueno que entendía la importancia de buscar el diálogo para resolver los problemas que en ese tiempo agobiaban a su país.
En su entorno estaban jóvenes religiosos quienes estaban comprometidos con la labor pastoral. Recorrían el país lo que les permitía informar a monseñor lo que en muchos departamentos del país estaba pasando, era una mirada directa de las cosas.
Romero se fue dando cuenta de los interminables problemas que tenía el país en medio de la violencia y la represión. Su relación con los jesuitas le permitió al sacerdote diocesano tener otras visiones de las cosas e ideas respecto a lo que se estaba viviendo y cómo entenderlo y atenderlo.
El contacto que estableció con figuras importantes de la Teología de la Liberación, particularmente Leonardo Boff, ensanchó aún más su pensamiento comprometiéndose con su Iglesia teniendo como punto de partida, pero no el único, a los más pobres.
La figura e influencia de Romero fueron creciendo. Pasó del pensamiento a la acción buscando entendimientos para “exigirle” al poder que parara la represión. Fue entendiendo la importancia de que siendo la máxima figura local de la Iglesia católica se tenía que hacer valer buscando el diálogo y el entendimiento con quienes de manera autoritaria y violenta reprimían las movilizaciones sociales.
La relación con los militares y el gobierno inevitablemente se fue tensionando. Por más que Romero intentaba dialogar exhortando a las autoridades que frenaran la violencia no lo hicieron. Las reuniones en casa de militares y empresarios que habían sido claves para mantener un clima de diálogo dejaron de hacerse.
Lo que se vino fueron andanadas de adjetivos en contra de Romero. Se fueron en su contra y a lo largo de meses recibió una gran cantidad de amenazas de muerte, que si bien eran anónimas, para todos era claro de dónde venían. Los militares habían, en algún sentido, dictado el destino de monseñor.
Bajo estas circunstancias era muy difícil evitar lo inminente. En algún sentido la suerte estaba echada y si alguien lo sabía era el propio sacerdote, quien asumió su responsabilidad e intensificó su discurso dialoguista, el cual se fue transformando en exigencias concretas para que se terminara la violencia y la muerte.
En una ocasión en que vino a México a un encuentro en Puebla, pudimos conversar con él sobre la necesaria transformación que tenía que llevar a cabo la Iglesia católica. Lo entendía muy bien, pero también entendía que todo era parte de un proceso y tenía que irse paso a paso, pero le era claro que su actitud y su discurso se iban radicalizando cada vez más ante la imperiosa necesidad de acercarse a los más desprotegidos, nos dijo, como decía en su país que hay que “darle voz a los sin voz”.
En tiempos en que la Iglesia católica pasa por una transición de la que no sale, en tiempos en que en Cerocahui asesinan a dos sacerdotes jesuitas, en tiempos en donde pareciera que no pasa nada, pero evidentemente sí pasa, Oscar Arnulfo Romero no deja de ser un sendero.
RESQUICIOS.
Hace una semana Hipólito Mora nos pidió que conversáramos. Lo hacíamos regularmente, nos conocíamos de muchos años. El atentado en su contra que le costó la vida a él y a su escolta es triste y lamentable. Hipólito denunció las amenazas en innumerables ocasiones, estaba a la mano crear condiciones de vigilancia y no dejar que quienes lo asesinaron se movieran por las calles libremente e incluso, como nos dijo, “riéndose”.