Las riesgosas apuestas del patriarca

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Por Alberto J. Olvera

El mes de abril terminó con un riesgoso gambito jugado por López Obrador, quien en un solo movimiento —una sesión irregular del Senado— dio tres golpes: anuló políticamente a Ricardo Monreal y reafirmó la absoluta subyugación del Poder Legislativo a su mandato; avanzó en el proceso de destrucción del Inai, atacando simultáneamente a todos los actores civiles que defienden la transparencia y critican a su gobierno; y colocó a la Suprema Corte en ruta directa de colisión con el presidente, como parte de una estrategia de radicalización de fin de sexenio que busca mantener la polarización política al máximo. Además, este conjunto de circunstancias ha subido el costo de una potencial candidatura independiente de Marcelo Ebrard, dejando así el campo abierto para la designación de Claudia Sheinbaum como sucesora. El presidente ha decidido seguir el playbook populista al pie de la letra. Ha demostrado en todas las formas que la única autoridad política en México es la suya. La prisa del patriarca no sólo tiene que ver con su deteriorada salud, sino con la conciencia de que para evitar el riesgo de escándalos y divisiones internas de fin de sexenio, es necesario arrasar políticamente las instituciones estatales que mantienen alguna autonomía, someter a la escasa sociedad civil independiente y aplastar cualquier posible disidencia interna en Morena.

La sesión del Senado del 28 de abril, última del primer periodo de sesiones de 2023, pudo haber sido una sesión normal en donde la mayoría se impusiera, como lo ha hecho a lo largo del actual gobierno. Pero la condición que puso la oposición para estar en las votaciones fue que se nombrara por lo menos a un comisionado del Inai para que su pleno pudiera sesionar legalmente y cumpliera su función de garantizar el derecho de acceso a la información. De hecho, la oposición estaba de acuerdo en al menos un cambio constitucional y en un par de las leyes a aprobar. El senador Monreal ofreció cumplir la condición, y parecía que podía hacerlo aprovechando el vacío causado por la ausencia del presidente por enfermedad en los primeros días de la semana pasada. Pero López Obrador detuvo furioso la maniobra, convocando a los senadores morenistas a Palacio Nacional para ordenarles que destruyeran al Inai y no negociaran nada con la oposición. Esto obligó a la propia oposición a tomar la tribuna del Senado y forzar así a los senadores morenistas a sesionar en un recinto alterno, en donde, violando los procedimientos parlamentarios y con dudoso quórum, aprobaron fast track 20 leyes, incluyendo dos reformas constitucionales.

Las consecuencias son visibles: el senador Monreal fue defenestrado en la práctica, con lo cual sus aspiraciones presidenciales quedaron anuladas; el Inai está legalmente desactivado, y si bien hay órdenes judiciales que exigen al Senado que nombre a los comisionados faltantes del Inai, el gobierno ha decidido desacatar al Poder Judicial. Por lo demás, el desaseo parlamentario obligará a la oposición a denunciar la inconstitucionalidad de todas las reformas aprobadas el 28 de abril. La Suprema Corte de Justicia ya ha sentado precedentes en la materia, lo cual indica que en efecto serán declaradas inconstitucionales por razones procedimentales, no sustantivas. Pero esto lo sabía el gobierno, y aun así forzó su aprobación.

La causa política probable de esta decisión es que López Obrador va a iniciar una guerra abierta contra el Poder Judicial, la cual hasta ahora era meramente declarativa. Como no hay medios jurídicos para oponerse a las decisiones de la Suprema Corte, es de esperarse que la guerra sea mediática, en redes y a través de movilizaciones organizadas desde arriba, hostigamiento personal a los ministros, amenazas de juicio político, e incluso algún acto de violencia. Como no hay posibilidades políticas de cambiar la composición de la Corte, la suerte de esta ofensiva dependerá de la resistencia personal de los ministros y de la capacidad de la sociedad civil de defender a la institución.

El ataque al Inai puede leerse como una prueba en este sentido. Hasta ahora, no han surgido iniciativas desde abajo para proteger al Instituto. Había tal vez esperanzas de que se nombraría al menos a un comisionado, lo cual le permitiría al pleno del Inai sesionar. Pero dado que no fue así, y ante el desacato a las órdenes de los jueces en esta materia, es claro que sólo una gran movilización civil puede salvar al instituto.

Esta lucha puede articularse con la que deberían librar las universidades públicas y privadas contra la nueva ley de ciencia. Si bien esta ley será declarada nula en algún momento, puesto que el Senado ni siquiera pasó por comisiones el dictamen de la ley, el ataque que ella implica contra todo el sistema de educación superior obliga a una reacción de las comunidades universitarias. Se legaliza la discriminación contra las universidades privadas, a las que se les niegan becas a estudiantes, financiamiento para la investigación y el pago de las becas del SNI a sus profesores, lo cual es causa más que suficiente para que las comunidades universitarias de esas instituciones protesten. Por otra parte, el estatuto laboral de los profesores-investigadores de los centros SEP-Conacyt será, según la nueva ley, equivalente al de empleados de confianza del sector público, es decir, sin derechos ni seguridad en el trabajo. Su capacidad de decidir con autonomía sobre sus agendas académicas queda anulada, mismo caso que el de todos los académicos del sistema de educación superior. El nuevo Conahcyt, cuyo órgano máximo de dirección queda integrado únicamente por funcionarios federales —incluyendo a militares y marinos—, decidirá en solitud sobre los temas a investigar y distribuirá a discreción los fondos públicos para la ciencia. Los científicos, las universidades y los centros de investigación quedan sin representación alguna, legalizándose así la concentración burocrática de poder que de facto vivimos desde hace cuatro años. Esto es motivo suficiente para que los universitarios protesten, no sólo contra la obtusa cerrazón de sus autoridades en materia de prevención y sanción en materia de violencia de género, sino contra la pretensión del gobierno de someter a sus instituciones a las decisiones del presidente, y dejar en la precariedad laboral a muchos de los mejores investigadores de este país. Ciertamente, hay mucho que reformar en las universidades públicas, pero la nueva ley de ciencia, lejos de promover una transformación, contribuye a la concentración del poder y a la consolidación del autoritarismo en las relaciones entre el gobierno y las universidades.

Las nuevas leyes también aumentan el poder de los militares, al asignarles el control del espacio aéreo, permitirles crear una aerolínea comercial y garantizar que los ingresos fiscales por turismo se canalicen al Tren Maya y al sostenimiento de las empresas hoteleras y turísticas que los propios militares han de crear a lo largo de la ruta férrea. La profundización de la militarización constituye un enorme riesgo para el futuro, pues cualquier partido que llegue al poder tendrá que lidiar con este nuevo factor de poder económico, que está dotado además del monopolio de la capacidad represiva del Estado.

Cualquiera pensaría que López Obrador no necesitaba llegar a estos extremos para consolidar su legado, por más que no está en claro cuál será éste, más allá de la desinstitucionalización del Estado, el empoderamiento militar, la exacerbación del presidencialismo y la generalización de un sistema de subsidios a los pobres que en la práctica, por la forma de su ejecución, atenta contra la dignidad ciudadana. Las filas, las interminables esperas, el paternalismo en el trato, la reiteración de que esos subsidios son casi un favor presidencial, han convertido a los subsidios no en un derecho, sino en una nueva forma de dependencia de ciudadanos precarios respecto al presidente, en la mejor tradición priista. Es tal vez la ambigüedad de ese legado lo que es el problema. No se han resuelto los problemas de la violencia criminal generalizada, ni la impunidad, ni la crisis del sistema de salud, ni disminuido la pobreza, ni mucho menos administrado de una manera civilizada la crisis de la migración de tránsito. Peor aún, no se ha castigado la corrupción del pasado y se ha permitido la corrupción en el presente. Se ha minimizado la tragedia de la desaparición forzada. Se siguen ignorando los problemas de la contaminación masiva del aire y de las aguas y tierras, el saqueo de recursos naturales y la falta de regulación del capitalismo salvaje que padecemos. El legado parece ser entonces meramente retórico: un nacionalismo para las gradas, un espíritu justiciero enunciado y practicado en términos paternalistas y un monopolio de la palabra y de la decisión por parte de un líder que se considera a sí mismo (y ha convencido de ello a muchos) dotado de una visión y de una misión históricas.

Hay riesgos para la continuidad de este régimen populista ante la inminente pérdida de su líder, quien es insustituible. Los riesgos son ante todo internos. Ante la ausencia política, moral y social de una oposición digna de ese nombre, el problema es mantener la unidad de una élite política en el gobierno cuyo único cemento es la figura de López Obrador. Como en todo régimen basado en la centralidad de una figura carismática, el gran problema es la sucesión. Dado que López Obrador considera que debe seguirse a pie juntillas su “proyecto” en el futuro gobierno, ya anunció su decisión a favor de Claudia Sheinbaum, quien a su parecer garantiza la continuidad. El papel de Marcelo Ebrard es ahora central, pues es la única figura capaz de plantear un reto creíble en las elecciones presidenciales de 2024. Su ruta es muy compleja, pues tendría que construir un frente con los desacreditados partidos de oposición. A su favor juega que están emergiendo ya los escándalos de corrupción del actual gobierno, que los pendientes en seguridad y salud son abrumadores, y que las clases medias y altas urbanas lo verían como la única opción. En su contra juega su propio pasado —en el que también hay algunos escándalos—, la falta de legitimidad de los partidos de oposición y la abrumadora desigualdad de recursos entre su potencial campaña y el poder del aparato de Estado, que ya está trabajando a favor de la candidata oficial.

Sólo hay un escenario en el que puede haber competencia electoral: que Ebrard en efecto unifique a la oposición partidaria, atraiga a los sectores de la sociedad civil descontentos con la deriva autoritaria del régimen y emerjan, a nivel nacional, movimientos sociales amplios que cuestionen la legitimidad de la 4T. Ya apuntamos arriba al potencial de las probables movilizaciones civiles en defensa del Inai y del Poder Judicial, y a movimientos de universitarios, a los cuales hay que sumar a los colectivos de familiares de víctimas, a los feminismos y a las resistencias contra megaproyectos y contra el extractivismo. Pero este potencial puede no expresarse como acción política en el plano electoral, como no lo ha hecho hasta la fecha. Y precisamente para prevenir este riesgo López Obrador apuesta a agudizar la polarización, a través de la cual busca disciplinar a sus bases, descalificar a la oposición, y atemorizar a los indecisos, especialmente a las clases medias y altas urbanas y a los movimientos sociales que han cuestionado a su gobierno.

La escala de la polarización, y por tanto, los riesgos para la democracia electoral, dependerán del nivel de peligro en la sucesión que perciba López Obrador. De no haber frente opositor, no sería necesario extremar medidas. Pero dado que el presidente quiere dejar sellada en la constitución la militarización de la seguridad pública, la desaparición del Inai, el debilitamiento del INE, y alguna forma de control de medios y redes sociales, es altamente probable que la polarización se incremente en aras de lograr para Morena la mayoría calificada en ambas Cámaras, abriendo la posibilidad de que López Obrador cierre su mandato impulsando estas reformas constitucionales, más las que se le ocurran. Por tanto, lo que estará en juego en la próxima elección será no sólo la continuidad de la 4T, sino la restauración de un orden político basado en un partido casi único y con un líder que busca no sólo un lugar en la historia, sino conservar una capacidad de tutelaje sobre el futuro gobierno.

 

Este artículo se publicó originalmente en Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo en La Clave.