Por Sandra Luz Tello Velázquez
La época en la que vivimos nos ha sumergido en el mundo de internet, en las respuestas de Google y en la información (verdadera o no) que nos proveen las redes sociales. Estamos a un “enter” de revisar algunas frases de autores importantes o de consultar cualquier duda metódica o científica, la actualidad nos puede llevar a cuestionarnos acerca de la vigencia de los libros impresos y la caducidad de las bibliotecas, sin embargo, los amantes de esos jardines de letras creen que es posible mantener sus puertas abiertas para cualquier consulta o disfrute lector.
María Moliner, mencionaba en su “Carta a los bibliotecarios rurales” que a cualquier pueblo, a cualquier sociedad se le debe hablar de cultura para abrirle los ojos, para que la respuesta invariable siempre sea el movimiento de las cabezas que los lleve a una liberación efectiva, es esa la misión de las bibliotecas.
Caminar por una biblioteca, recorrer sus pasillos, aspirar los aromas de las hojas y las pastas por las que tantos ojos y tantas manos se han posado es transitar por una especie de Paraíso, como aseveraba Jorge Luis Borges.
Mantener vivas las bibliotecas y sus preciados tesoros implica dar sentido humano a la marcha inevitable del progreso, de la tecnología y la transformación, evitando el riesgo de ser revolcados por la devastadora modernidad líquida de nuestro siglo.
Los libros y sus santuarios permiten reconocernos en otros a través de las palabras impresas, de mantener el avance de la ciencia, los descubrimientos, ideas o pensamientos sólidos, sin el temor a ser modificados, borrados o transformados en desechos de la red.
Es por lo anterior que, las bibliotecas tendrían que permanecer y visitarse con gran entusiasmo, para mantener los libros en las manos e impregnar su riqueza en las mentes, quizá haya que promover los recursos de estos centros, ampliar las posibilidades, identificar las cualidades de los nuevos lectores hasta llevarlos a olvidarse de las distracciones de la falsa información superflua, contagiándonos de la emoción que invadía a Borges al dejar atrás los rumores de la plaza y sumergirnos en el sereno gravitar de los libros.