Por Uriel Flores Aguayo
Hace algunos años se hablaba en Mexico de la disputa de la nación, ubicando la confrontación entre revolucionarios y reaccionarios. En el campo de los revolucionarios se planteaba la disyuntiva entre tecnócratas y nacionalistas. Había también tenues posicionamientos e identidades de izquierda y derecha, aunque casi siempre se han ocultado o cubierto de eufemismo, sobre todo la derecha que tendía a una postura vergonzante.
La transición democrática en Mexico diluyó las grandes diferencias ideológicas de los partidos políticos o exhibió su verdadera naturaleza; son casi iguales cuando ejercen el poder, salvo algunos matices en agendas de derechos. El tsunami del 2018 arrasó con los partidos tradicionales y encumbró al partido ganador de casi todo. Obligó a los viejos partidos a coaligarse ya sin ningún miramiento.
El nuevo partido hegemónico carece propiamente de ideología y sigue el pensamiento de su máximo líder, el Presidente de la República. Dicen ser regeneración, pero no pasan de lo mismo que se hacía antes; son, incluso, una regresión en muchos sentidos.
Su proyección sistemática de las imágenes de la llamada cuarta transformación no le alcanza para acreditar algo nuevo, distinto a lo anterior. Es débil y hueco el discurso dominante cuando sus prácticas son viejas y no pasa de generalizaciones retóricas. Requiere el nuevo partido oficial una profunda reflexión que lo ubique, renovado, en la nueva realidad de la sociedad mexicana y las dinámicas condiciones del mundo.
Lo mismo se esperaría de las oposiciones. Los programas, visiones y propuestas de ambas coaliciones deben hacerse cargo de ofrecer soluciones para ahora y una ruta moderna de futuro. Ante las carencias teóricas y conceptuales del poder se generan consignas y ocurrencias; lo dramático del caso es que éstas se convierten en políticas públicas y obras.
A estas alturas de las alternancias en Mexico es complicado ubicar con claridad las posiciones ideológicas del gobierno y las oposiciones; los de derecha se niegan y hacen alianzas con el nacionalismo revolucionario y lo que queda de la izquierda que surgió del 88. El partido en el poder militariza a Mexico y, tan solo con eso, se niega como opción de izquierda.
El Presidente revive las añejas denominaciones de conservadores y liberales; lo hace erróneamente. Aunque puedan tener algunos rasgos de esas etiquetas la verdad es que no corresponden a la realidad. Estamos ante una estrategia de comunicación que quiere simplificar los campos de la confrontación para facilitar el discurso dominante y la descalificación. El problema es que no define nada, es confuso, y aleja la comprensión de las posturas correspondientes.
No se observa con claridad una disputa entre izquierda y derecha en Mexico, ambos campos se han diluido. Hay de todo entre esas fuerzas, pero no esfuerzos intelectuales para definir, denominar y fomentar el diálogo. Me parece que son tiempos en que las definiciones de todos pasan por el compromiso con la democracia, no solo referida a lo electoral, sino a la República, la división de poderes, el Estado de Derecho y las libertades civiles.
Somos o no demócratas es la gran pregunta que tiene que ver con los compromisos que asumamos en la sociedad. Se entienden los acentos y los matices, habrá más inclinación por ciertos temas; pero lo que no se puede obviar es el deber democrático. Esa es la gran distinción. Imposible aceptar menos de lo avanzado. Los colores y grados de las posturas democráticas son secundarios y no deben desviar los intereses principales. Junto al compromiso democrático, ineludible, tiene mucha importancia la cultura, educación y nivel intelectual de la clase política. De su conocimiento, información y capacidad saldrán las propuestas y acciones en un sentido o en otro.
Es obvio que desde el oscurantismo no se puede esperar nada bueno. Las tareas políticas para los políticos y la ciudadanía son el avance democrático, su consolidación, y la deliberación pública, tolerante e informada.
Recadito: somos mucho Veracruz para estos gobiernos.