Por Alberto J. Olvera
Las manifestaciones simultáneas del sábado 15 de noviembre en muchas ciudades del país fueron la primera gran expresión política de protesta contra el gobierno de la presidenta Sheinbaum, y por ello es importante entender su significado. La guerra de narrativas que se desató en torno a las demostraciones indica que, por primera vez en lo que va del sexenio, el gobierno sufrió una derrota simbólica. Su reacción frente a la convocatoria, y luego ante las marchas, manifiesta las profundas carencias discursivas de autoridades y líderes de Morena, y su enfermizo temor ante la protesta social que ponga en cuestión la legitimidad de la supuesta unidad del “pueblo” y el gobierno.
Es sorprendente que un régimen que controla todos los poderes y casi todo el territorio responda de manera histérica al primer reto que enfrenta. Peor aún, que deje pasar la oportunidad de ampliar su base social en la urgente tarea de atacar el principal problema nacional: la alianza político-criminal que controla territorios y actividades económicas y ha creado un Estado paralelo en buena parte del país. Ese es el verdadero enemigo del régimen, no una oposición minúscula e impotente ni una sociedad civil fragmentada y carente de liderazgo.
El gobierno ayudó a crear expectativas al dedicar mucho tiempo y recursos a seguir en redes a los actores que se sumaban al exhorto a marchar, como si esos actores fueran algo más que individuos con muy moderada influencia pública. Pero el seguimiento y “denuncia” de sus actos permitió construir el mito de la “conspiración”. Las “pruebas” eran patéticas y se construyó un ogro de papel, una marioneta que magnificó la casi nula influencia de la derecha realmente existente.
Si el 15N hubo protestas a nivel nacional es porque hay causas profundas para el descontento popular. Y las protestas no fueron juveniles, sino multisectoriales y de todas las capas etarias. Esto significa que la convocatoria a marchar fue simplemente oportuna, y cubrió la carencia de liderazgo y organización autónoma en la sociedad civil. El régimen denuncia que las enormes protestas no fueron juveniles. ¿Y qué?. Lo que importa es que sucedieron, y en una escala mayúscula e inesperada. Vastos sectores de la población esperaban la oportunidad de protestar, alimentado su malestar por el reciente asesinato de un político independiente, el alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, quien pidió apoyo del gobierno de forma dramática y desesperada para controlar al crimen local.
Las manifestaciones fueron plurales, socialmente diversas y expresaron un sentir colectivo de hartazgo por la violencia criminal, la impunidad, las carencias de medicinas y hospitales y, en algunos estados, por la corrupción de las autoridades. Fueron marchas desorganizadas, caóticas, sin programa común y sin liderazgos. Pero fueron muy expresivas de un profundo descontento, de un malestar social. Eso es lo que debemos entender. El malestar existe y tiene sólidos fundamentos en la crisis de inseguridad y violencia, en la incapacidad fiscal del Estado y en sus consecuencias: la crisis de salud pública, la generalización del empleo precario, y en el ambiente polarizado creado por AMLO en su gobierno.
Ha sido muy grave que en la CDMX y en Guadalajara algunos de los llamados «bloques negros» le hicieron el favor al régimen de actuar con violencia y facilitar la narrativa de la provocación. Esos bloques son una minoría radical que en la práctica torpedea a la sociedad civil prodemocrática. Y por ello es difícil saber quiénes son, a qué intereses responden y quién financia a los múltiples grupos que los componen. Las fuerzas policíacas locales, una vez rebasadas por estas multitudes ajenas a la protesta civil, respondieron con brutal violencia, demostrando que el Estado de la 4T también puede tener una cara represiva al viejo estilo autoritario.
La experiencia demuestra que no hay densidad suficiente en el movimiento juvenil, ni dirección o programa. Los doce puntos presentados por alguna organización que carece de representatividad constituyen una agenda liberal-democrática, necesaria y urgente, pero vacía de una agenda social propiamente juvenil. Esto no convierte esa agenda en una posición de “derecha”. Es otro grave error de interpretación. Hay una urgencia de retomar una agenda liberal dada la deriva autoritaria del régimen. Pero la ausencia de agenda social habla de la falta de protagonismo de los jóvenes de los sectores populares, atrapados entre el crimen y el clientelismo.
Lo peor de esta coyuntura son las consecuencias políticas de la narrativa oficial. Se induce la polarización, se niega la pluralidad de la protesta y la presidenta descalifica una resistencia legítima en vez de aliarse con ella para romper el pacto político-criminal, causa principal de la violencia. Así, la presidenta queda todavía más en manos de las mafias morenistas y abre la puerta a que una parte importante de una sociedad desesperada opte, si nada cambia, por una salida bukeliana. Eso sería una profecía autocumplida. De manera suicida, desde el gobierno federal se cierra el espacio del centro democrático y se incrementa el riesgo de una franca autocratizacion, primero desde la propia 4T, y luego abriendo las puertas a una verdadera derecha radical que hoy día existe sólo en redes sociales pero no en la sociedad.
La intolerancia en apariencia moralista hacia la “derecha” ha quedado sin bases una vez demostrada la corrupción al interior de Morena y sus alianzas con grupos criminales locales, así como la terrible incompetencia de sus cuadros de gobierno. Reiterar una supuesta superioridad moral de la 4T es, en este momento, un recurso casi cómico, si no fuera en realidad trágico. La presidenta se enreda cada vez más en la madeja ideológica populista (Pueblo bueno vs. Elites perversas) y ratifica su incapacidad de diálogo y de empatía con las víctimas de la violencia.
Por este camino, la presidenta Sheinbaum pierde el momentum para castigar a los cuadros corruptos de Morena y la oportunidad de refundar su partido sobre una base de auténtica moralidad pública, al reconocer que dentro de su movimiento hay personajes criminales. De nuevo, para ello necesitaría reconocer la legitimidad de las luchas sociales de nuestro tiempo, dialogar con ellas y construir una nueva base social para su partido. Por desgracia, todo indica que Sheinbaum no puede hacer eso, ya sea por temor a una confrontación con el líder, ya por no tener control sobre el partido ni sobre el Estado, ya por ambas causas. Y si seguimos así la autocratización plena será el destino manifiesto de la nación.