Por Francisco Montfort Guillén
Morena es el gobierno de los que hablan del pueblo. No se trata de un gobierno que represente los intereses populares. Es el último eslabón del régimen posrevolucionario. Una mezcolanza de nacionalismo revolucionario con izquierdismo universitario comunistoide. Ha vuelto a querer hablar en referencia a una clase etérea (los pobres) y su sinonimia el pueblo, como instrumento de manipulación de las masas y máscara de protección de sus intereses privados. Ha creado un Estado al servicio de un régimen despótico, populista, fascista.
El gobierno de Morena no puede, en esencia, ser llamado democrático. La democracia tiene como base de definición mínima e irreductible el entrelazamiento de la limitación del poder del Estado, la representatividad de la pluralidad de visiones e intereses de diferentes actores sociales y una ciudadanía que lo es en tanto formada por individuos que buscan su realización personal y adoptan nuevas formas de agrupación, de asociación en defensa de sus intereses comunes.
Esto significa que un régimen democrático impide el dominio absoluto de algunos de sus integrantes, una ciudadanía activa y un espacio de realización personal mediante el mercado. Factores políticos, sociales y económicos entretejidos en una asociación que puede soportar y resolver conflictos y contradicciones.
El Estado construido por Morena es nuevamente el único espacio de la acción política, pues ningún ciudadano puede defenderse de su dominio arbitrario: canelada la autonomía del Poder Judicial, suprimido el arma que significaba el juicio de amparo y destruido el andamiaje de rendición de cuentas y otros contrapesos de poder, al ciudadano sólo le queda integrarse en el Estado para sobrevivir socialmente.
La lógica de acción del grupo en el poder fue el asalto como triunfador de una revolución. Su primer acto, simbólico y de praxis política, fue la destrucción del aeropuerto en construcción pues significó la anulación del Estado de derecho vigente hasta ese momento. De ahí en adelante casi todas las acciones importantes del sexenio obradorista tuvieron el tufo de la ilegalidad hasta consumar la elección de Estado de su sucesora.
Esta lógica de asalto al Poder y desconocimiento del Estado de derecho como unidad de acción, está en la base de las corrupciones, inmensas, que día tras día salen a la luz de la opinión pública. Si desde la presidencia de la república se gestaba la arbitrariedad de la corrupción mediante, al menos, la trama del llamado huachicol fiscal (y la estafa de SEGALMEX), entonces todos los subordinados se sentían con el derecho de llevarse al menos unos cuantos millones del erario federal, estatal, municipal.
Los actos de los subsidios y los aumentos del salario mínimo no autorizan para hablar de un gobierno interesado en disminuir las coacciones de la pobreza que sufren más de tres cuartas partes de la población mexicana, si se considera no solo la vida activa de los seres humanos que vivimos en estas tierras, sino también el complemento de vida que significan los años de jubilación en condiciones dignas.
No está planteado en su plan nacional de desarrollo la construcción de un Estado de bienestar tipo nórdico, ni una pujanza económica tipo estadunidense. Solo se percibe continuismo de los ejes creados por el denostado neoliberalismo, gracias a los cuales México todavía no sucumbe. Aunque de continuar por esta ruta de empoderamiento del Estado, pillaje desmedido de las arcas públicas, incumplimiento del Estado de derecho e impunidad a rajatabla como lo propone a diario la actual titular del poder ejecutivo, con seguridad nuestro futuro aterrizará en la imitación de Venezuela.
Es aterrador constatar la falta de imaginación para gobernar un país de la complejidad de México. Aterra la falta de atención a graves problemas nacionales en cuestiones económicas, financieras, medioambientales. También aterra el descuido criminal de los sistemas de salud, educativo, alimentario. Volvemos a vivir la fuerza de la declaración política como mantra presidencial, como si el arte de gobernar se redujera a comparecer diariamente en la conferencia matutina.
No hay duda de que la prepotencia que se destila a diario desde el vértice del poder refleja los sentimientos de inferioridad personales y acrecentados frente a la incomprensión de los problemas. No existen respuestas con soluciones a problemas planteados, no desde la conferencia, sino desde las estructuras de gobierno, lo mismo el federal que los estatales y municipales gobernados por Morena.
La degradación de la vida pública es ostentosa, mientras vemos a las autoridades regodearse en futilidades derivadas de sus actos de corrupción. Las respuestas a los desastres llamados naturales, así como frente a las violencias que sufre a diario la ciudadanía, muestran lo lejos que está este gobierno de representar, en la práctica, los intereses populares. El triunfo de Morena es el triunfo de la lógica del poder (la tiranía del Estado) frente a la lógica de del triunfo (respeto y ampliación) de los derechos humanos (la difícil democracia). Triunfo que cancela, sin más, la posibilidad de calificar de humanista a este nuevo régimen.
No hay en el horizonte una gran crisis financiera, como las que sufrió la sociedad mexicana antaño. Pero sí son constatables las fragilidades económicas y financieras, las pequeñas y cotidianas crisis individuales y grupales con violencias, coacciones, carencias, mutilaciones de derechos, servicios, progresos que se imponen a los deseos de bienvivir de los ciudadanos. Por no contar con los fracasos más visibles (AIFA; Tren Maya, PEMEX, refinería Dos Bocas) que irán consumiendo recursos hasta que, unidas, las pequeñas crisis desfonden a todo el país.
francisco.montfort@gmail.com
 
                                                 
					
										
												
				 
									 
									