Un fracaso deliberado

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Por Darío Fritz

El número lo dice todo, como también puede ser tan insulso y trivial. Once segundos bajo el agua son la eternidad para quienes hacen de la natación un modo de ejercitar músculos, huesos y mente. Para el nadador profesional, once minutos alcanzan para un récord de apnea. Once se necesitan en el futbol. Un once de septiembre fue la fatalidad que cayó sobre Nueva York, Washington y Pennsylvania, para dar lugar a una reconfiguración de la seguridad en el mundo que nunca parece terminar. Un once de septiembre también cayó la muerte en Santiago de Chile sobre una de las democracias más prometedoras. Once países (Francia, Reino Unido, Canadá, Australia, Portugal, entre otros) han reconocido en días recientes a Palestina como Estado, y si fuera por su eco en redes sociales y medios de comunicación parecería de una relevancia notable, pero traducido en su implicancia política poco parece significar. Nada ha movido a que el gobierno israelí cambie un ápice el genocidio contra la población palestina, impida el ingreso de alimentos y ayuda humanitaria en Gaza, mantenga a sus soldados y colonos en los territorios que ha ocupado, ni deje de extorsionar al mundo con la diatriba verbal de que todo aquel que lo cuestione es un antisemita. Cuando quiera, relanzará su maquinaria de guerra sobre Líbano, Siria, Irán, Yemen, Qatar o algún otro que saque de su listado de enemigos.

Ya lo habían hecho 147 países desde que en 1988 los propios palestinos se proclamaron como Estado. Y en cada ofensiva militar, desde 1967, la respuesta israelí se ha sostenido para persistir en su avance en la ocupación, aupado por el respaldo económico y militar estadunidense y el silencio cómplice europeo. La diplomacia de la proclamación y la verborragia cumplió así, entre micrófonos, tinta y píxeles de video, vestida con las mejores corbatas y caras de compromiso, hasta que los inmediatos ataques israelíes sobre mujeres, niños y ancianos en Gaza exhibieron su simbolismo del fracaso.

No deberíamos esperar tan poco de la diplomacia. Ni que nos quisieran vender que algo se hace mientras en el terreno se ven -en lo que permiten distinguir los militares israelíes- a niños y niñas con la piel pegada a los huesos, multitudes suplicando agua y comida, el manto gris y deformado de la destrucción absoluta de una ciudad, gente que huye por carreteras destrozadas ante las advertencias de que serán asesinados. Hay un fracaso diplomático deliberado, camuflado con el sonido de once declaraciones que a las víctimas nada les aporta. Los esfuerzos colectivos, sin incluir a gobierno, gobernantes, diplomáticos o líderes políticos, son los únicos que llevan algo de racionalidad para frenar tanto odio, violencia y crueldad. El boicot, los reclamos de desinversión y sanciones, la comprobación de empresarios y empresas que se benefician haciendo negocios con la ocupación, la ruptura directa del bloqueo naval a Gaza, no han sido más que una demostración de presiones y esfuerzos que se pueden hacer, aunque sus alcances sean menores. No tiene la fortaleza del embargo de armas, del congelamiento de acuerdos comerciales, del cierre de vínculos diplomáticos, de que un tribunal internacional acuse en ausencia a Netanyahu y los suyos, de genocidio y limpieza étnica.

En marzo de 2024, cuando los militares israelíes arrasaban Gaza y ya se habían cobrado más de 30 mil vidas, el rabino Eliyahu Mali, director de la escuela militar religiosa Shirat Moshe, decía que el ejército “no debe dejar a ningún niño vivo. Hoy es un bebé, mañana será un combatiente… Los terroristas de hoy son los hijos que dejaste vivo en la ofensiva anterior”. Las madres porque engendran futuros terroristas, los ancianos porque pueden empuñar un arma, también deben morir, argumentaba.  “Si no los matas, ellos te matarán a ti”, sentenciaba, escudado en las leyes sagradas de la Torá. Solo hubo algunas voces de rechazo a su envalentonada verbosidad, ninguna del gobierno. A veces en la síntesis de unas palabras puntuales queda tallada la barbarie de un Estado llevada al paroxismo. ¿A quién le puede interesar entonces una serie de once declaraciones huecas que solo pueden alimentar la diplomacia de la hipocresía de quienes las pronuncian?