Por Alberto J. Olvera
Veracruz, siempre por malas razones, ocupa espacios principales de la atención mediática nacional cada determinado tiempo. El artero asesinato de la maestra Irma Hernández Cruz en la ciudad de Álamo, cerca del puerto de Tuxpan, cometido hace tres semanas por un grupo criminal que se hace llamar “Mafia Veracruzana” o “Grupo Sombra”, fue el detonante del nuevo ciclo de escándalos derivados de la violencia criminal. Este caso ha sido especialmente dramático porque se trataba de una profesora jubilada que, para completar su salario, trabajaba también como taxista y fue secuestrada y luego asesinada como escarmiento a sus compañeros.
Los delincuentes hicieron que la maestra se arrodillase frente a siete hombres armados para que instruyera a sus colegas taxistas a que pagaran “el piso”, como suele decirse, a su organización criminal y no a otra mafia local. El indignante acto fue grabado y subido a redes sociales. El cadáver de la maestra se localizó cinco días después en otro municipio relativamente cercano.
Este hecho nos demuestra hasta qué punto hay una enorme vulnerabilidad de la ciudadanía frente al crimen, en ausencia de autoridad del Estado. Peor aún, la reacción de la gobernadora Rocío Nahle confirma la insensibilidad e incompetencia de los políticos en el poder. La gobernadora tuvo a bien esperar varios días para informar de la tragedia y lo hizo criticando a los medios por haber inducido la opinión de que la maestra fue ejecutada a balazos, dejando en claro que le parecían “miserables” todos aquellos que opinaron así.
Es increíble cómo la gobernadora, lejos de considerar miserables a los asesinos de la maestra, calificó como tales a quienes informaron o comentaban la lamentable suerte de esta mujer. Esta incapacidad de acercarse, de solidarizarse con las víctimas, ha sido una característica común de los politicos en el poder, desde el presidente López Obrador hasta todos los gobernadores y alcaldes del partido oficial. Esta insensibilidad ante la violencia que sufren los más pobres en este país es en verdad imperdonable.
Este caso es apenas el reflejo de un problema nacional. Cabe preguntarse cómo llegamos a la condición en la cual la mayor parte del país está bajo el yugo de grupos criminales locales que extorsionan a todo tipo de personas: comerciantes, taxistas, vendedores ambulantes, profesionales, empresas chicas y medianas, incluso cadenas nacionales de distribución de productos. Hay una especie de régimen fiscal paralelo que tiene como eje al crimen organizado local, y es por ello que en muchas partes del país no puede prosperar un negocio privado sin tener que “pagar piso” a delincuentes comunes. Este fenómeno es tan grave que el gobierno federal ha decidido crear un programa especial para atenderlo, en especial en los estados donde este fenómeno es masivo, como la Ciudad de México, el Estado de México– el peor caso nacional–, Jalisco, Veracruz, y otros estados.
Este orden criminal tiene dos caras. La primera tiene que ver con la naturaleza del crimen organizado en México. Mucho hablamos de los grandes cárteles: el de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación, el del Noreste, los más conocidos, pero en realidad hay muchos otros grupos criminales locales o regionales que son los que en realidad viven de extraerle renta a los pobladores de cada comunidad. Hay organizaciones criminales de gran potencia nacional e internacional, pero están articulados con muchos otros grupos criminales más pequeños que funcionan por momentos como aliados temporales, como prestadores de servicios a los cárteles grandes. Sobreviven ante todo usando sus propios medios para someter a poblaciones completas a su mando.
Esta fragmentación del crimen es algo que no alcanzamos a percibir. En México seguimos pensando en los cárteles. Pero es un error, pues nos da la idea de una organización criminal aceitada con jefes, generales, coroneles, mayores, un ejército bien disciplinado de arriba hacia abajo. En realidad, los cárteles criminales son más bien alianzas o una red de alianzas más horizontal que vertical que establece pactos con diversos grupos locales, quienes se encargan de mantener el orden en ciertos territorios para favorecer los negocios de los grupos más grandes.
Esta red es más descentralizada de lo que imaginamos y explica la presencia territorial en casi todo el país de diversos grupos de delincuentes comunes que de hecho preexistían a los cárteles actuales. Estos pequeños grupos han existido y existen en todas partes, pero a raíz de los enfrentamientos entre los cárteles más grandes –y entre éstos y el Estado– han pasado a desempeñar un papel más central en la vida cotidiana, pues son subcontratados por los grandes y encuentran un mayor espacio para actuar porque gozan de una impunidad casi absoluta. Nadie los castiga, nadie los sanciona, no hay manera de perseguirlos de manera sistemática dada la debilidad de los gobiernos locales.
En efecto, hay una impresionante ausencia e incapacidad en las autoridades de la justicia local. No funcionan las policías municipales, muchas de ellas tan débiles, tan pequeñas en número, armamento y capacitación, que no pueden enfrentarse a los grupos criminales locales sin ayuda exterior. Policías estatales cooptadas, corrompidas, al igual que las policías municipales. Tenemos una Guardia Nacional que no es una policía federal, sino un cuerpo militar sin entrenamiento policial y que es una especie de ejército de ocupación en los territorios a donde llega, pues trabaja a ciegas porque no los conoce; sus elementos no son de ahí, llegan y se van, no permanecen y por tanto no establecen una presencia constante de las fuerzas de seguridad federales.
Aunemos a esto las fiscalías. Las fiscalías que importan en realidad son las de los estados: son las que atienden, al menos en papel, el 90 % de los delitos que suceden en el país. Las fiscalías de los estados, no la federal, tienen que tratar con asesinatos, robos, secuestros, incluso con las desapariciones forzadas. Todos estos son delitos locales y tienen que investigarse y ser procesados por las fiscalías estatales. Esas fiscalías son una catástrofe estructural. Ninguna cuenta con el personal, ni con el presupuesto, ni con la moralidad suficiente para llevar a cabo sus actividades de manera profesional. Dependen políticamente de los gobernadores, como ha sido siempre a lo largo de la historia. La transición a la democracia no creó un sistema de justicia nuevo, sino que reprodujo los vicios y limitaciones del que ya existía en la época autoritaria.
A esto sumemos el poder judicial: el de los estados es también el que tiene que otorgar justicia en toda esta clase de crímenes que se cometen en el país. Insisto: el 90 % de los delitos en el país tienen que ser atendidos por las policías, fiscalías y poder judicial de los estados. Mientras este tema no sea resuelto, no habrá acceso real a la justicia para la mayoría de los ciudadanos. Los poderes judiciales estatales nunca se reformaron. No hubo nunca un sistema de carrera judicial en los estados. El nombramiento de los tribunales superiores de justicia en los estados y de los jueces locales ha sido siempre un tema político, una designación “a dedo”. No hubo ni hay un mecanismo de selección que premie o reconozca a los mejores elementos, sino un sistema de designación por cuotas familiares, políticas, de redes personales.
Una magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Veracruz me dijo en una entrevista hace algunos años que dada la politización del poder judicial de los estados, cualquier idiota, el abogado más ignorante, podía ser magistrado. Y puso como ejemplo a tres compañeros suyos, magistrados, que de derecho no sabían absolutamente nada. Todos los temas que les correspondía tratar los resolvían sus secretarios, generalmente muy ignorantes también, pero que por lo menos tenían alguna formación jurídica.
Así está la justicia local en México. Esta condición estructural ha empeorado con la elección judicial reciente, pues implicó una nueva designación “a dedo” de los jueces, oculta bajo el manto de una elección que nadie entendió, y en la que los candidatos fueron definidos igual que antes: designados por el poder ejecutivo, por el partido mayoritario. Los ciudadanos que acudieron a las urnas fueron instruidos a votar de la misma manera que lo hicieron en el caso de los jueces federales: siguiendo las listas indicadas en un “acordeón”.
El asesinato de la maestra de Álamo es una demostración extrema de cómo la población de la mayor parte del país está en manos de criminales locales. Nadie los defiende: ni autoridades locales, ni estatales, ni federales. Para colmo, Veracruz, como casi todos los estados de la República, tiene una gobernadora no sólo insensible, sino incompetente, que no ha logrado crear un gobierno operativo. No hay quién atienda los temas. No hay quién resuelva los múltiples conflictos políticos en un estado de enorme complejidad geográfica, demográfica y económica.
En Veracruz tenemos un escenario muy complejo en donde los remanentes del viejo caciquismo rural han regresado en la forma más moderna de grupos criminales, y en donde los sindicatos corporativos –petroleros, electricistas, profesores y múltiples sindicatos industriales– siguen funcionando como mafias.
El orden político del pasado, cuyos cimientos territoriales eran caciques rurales y mafias sindicales urbanas, se reproduce hoy en una forma más violenta. Esta permanencia del pasado coincide ahora con un Estado más incompetente y con un crimen local cada vez mejor armado y enriquecido por la extracción de rentas a la población.
Como consecuencia, Veracruz vive una crisis de seguridad e impunidad. Cada semana hay una persona asesinada porque le roban su vehículo, y mujeres asesinadas por sus parejas. Otro taxista que en el puerto de Tuxpan fue baleado hace poco porque no quiso pagar “el piso”. Fue a dar al hospital, su padre lo estaba cuidando y llegó un pistolero a tratar de rematarlo y a quien mató fue al padre del taxista que se interpuso tratando de proteger a su hijo.
¿Se ha resuelto alguno de estos crímenes horrendos? Ninguno. ¿Cómo es posible que en medio de esta impunidad generalizada la gobernadora demuestre una imperdonable frivolidad y una absoluta falta de solidaridad con las víctimas? La presidenta, siguiendo este lamentable ejemplo, al hablar del caso de la maestra de Álamo ni siquiera mencionó su nombre. Habló de “esa persona que murió”, así lo dijo, “en esa ciudad de Veracruz”. Esta incapacidad de nombrar las cosas por su nombre, por lo que son, por lo que significan, es intolerable.
Hay una irresponsabilidad política profunda en la clase política local y nacional. Tenemos que pasar a una fase de mayor exigencia y crítica. Hemos normalizado el crimen, nos acostumbramos a que haya secuestrados, asesinados, a que se cobre “el piso”. Hemos normalizado lo anormal, lo que no se puede permitir. Peor aún, aceptamos con resignación que se nos imponga un “nuevo” poder judicial por medio de la penosa escenificación de una elección simulada y descaradamente violatoria de nuestros derechos políticos. Es nuestra responsabilidad colectiva hacer algo. Veracruz no debe ser el espejo de la nación. Debería ser más bien motivo de vergüenza.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo en La Clave