Por Jaime Fisher
Se han denunciado repetida y contundentemente violaciones flagrantes a la legislación universitaria (y a varios preceptos constitucionales) cometidas por el rector y la junta de gobierno. Sin embargo, el núcleo del problema ya no radica sólo en la ilegalidad, sino más bien en la total pérdida de legitimidad, honorabilidad y credibilidad en los integrantes de tal “cuerpo colegiado” (del aún rector mejor ya ni hablar). Incluso si hoy se decidiera dar marcha atrás a su «prórroga» y emitir la convocatoria (algo a todas luces improbable), nadie confiaría ya en la probidad y honradez de sus decisiones al elegir al rector o rectora.
El próximo ocupante de la rectoría sería ilegítimo de origen, pues habría surgido de un mecanismo desacreditado, podrido hasta la raíz. Una banda de delincuentes puede hacer lo que quiera y como quiera al elegir a su jefe, pero éste nunca dejaría de ser un hampón. Del mismo modo, la junta de gobierno ha alcanzado un punto de corrupción y desprestigio tan alto que su mera existencia resulta ya injustificable e intolerable; de tal manera que una cómoda y mera «vuelta a la legalidad» sería un acto insultante, inaceptable y profundamente dañino para la universidad. Lo que ya no debemos permitir es que ese grupo delincuencial decida quién haya de ocupar la rectoría a partir del primero de septiembre.
Lo que se ha estropeado no es, pues, sólo la ley, sino el mecanismo entero encargado de aplicarla. La única salida digna y coherente es cambiar de raíz ese mecanismo, lo que desde luego implicará modificar también la ley. A esta tarea deberíamos volcarnos de inmediato. Pero nadie se atreva a preguntarme cómo hacerlo, porque no lo sé de cierto; aunque sí alcanzo a ver un par de cosillas: la primera sería agotar todos los cauces legales disponibles, y, de no alcanzar resultado razonable, entrar de inmediato al terreno de las movilizaciones, y a eso que Henry David Thoreau quizá llamaría una desobediencia civil universitaria. La segunda cosa que alcanzo a ver, que puedo identificar como un obstáculo -y tal vez el principal-, es cierto concepto equívoco y distorsionado de “autonomía universitaria”.
Modificar la Ley de Autonomía y disolver la junta de gobierno correspondería al Congreso del Estado (muy probablemente a iniciativa del poder ejecutivo); pero hay quienes ven esta posibilidad como un «ataque a la autonomía». Me parece que esta narrativa beneficia sólo al rector y a su banda. A riesgo de sonar tajante hay que decir con claridad que la autonomía universitaria no es ni será sinónimo de impunidad ni ausencia de normas superiores, puesto que la universidad no es un Estado dentro de otro. La intervención del gobierno en este caso sería necesaria e imprescindible. Nunca será aceptable eso de “Allá ellos”.
El Estado debe garantizar el cumplimiento de la Ley -esa que sí es La Ley-, y una “autonomía” secuestrada y puesta al servicio exclusivo de un grupo delincuencial ya resulta indefendible. Si le seguimos llamando “autonomía”, nos equivocamos o nos mentimos por conveniencia. La autonomía ha muerto. No hay, pues, autonomía qué defender. Se trataría, en todo caso, de reconstruir desde sus cimientos aquella autonomía que en algún momento permitimos nos fuera arrebatada y puesta al servicio de una camarilla de sinvergüenzas.
Nos guste o no (cada quién es libre de elegir sus gustos), el gobierno estatal tendría que intervenir más temprano que tarde, porque la comunidad universitaria carece de los mecanismos legales internos efectivos para destituir al rector y a sus secuaces. El relevo en la rectoría no puede esperar.
Salimos de vacaciones, pero por aquí andaremos de vacaciones.