Por Carlos Tercero
Cuando la vocación política es el motor que impulsa la participación en la vida pública, representa disponibilidad en cualquier día y a cualquier hora, por supuesto en casos imprevistos o circunstancias atípicas que así lo demanden, pero por ningún motivo puede ser un compromiso de nueve a cinco, mucho menos por ratos o de vez en cuando. Al aceptar un cargo, una encomienda, la responsabilidad de un liderazgo, se pone en prenda la obligación personal de velar por los intereses de los demás, de la ciudadanía, de una institución o gobierno.
Al igual que la democracia, los gobiernos y las sociedades evolucionan en procesos de cambio no siempre rápidos, pero sí constantes. El estilo personal de gobernar, de ejercer la función pública, la política misma, se transforma. Y a pesar de ello, lo que no cambia es que los mejores políticos, los mejor estructurados, los que realmente asumen el altísimo compromiso de servir a los demás, son invariablemente 24/7, es decir, siempre atentos a cualquier hora, cualquier día, con la voluntad de anteponer el interés público por encima del interés personal. Por ello, los casos en que se sujeta la función a un horario de oficina de ocho horas y solo de lunes a viernes, se tratan más de un cumplimiento burocrático que de un compromiso real con la función o encargo.
No se trata de idealizar la entrega absoluta ni de negar que los servidores públicos, como cualquier ser humano, necesitan tiempo para su familia, su salud, su desarrollo personal o esparcimiento y recreación; pero hay una diferencia sustancial entre reconocer ese derecho legítimo y el ampararse en él para justificar el desinterés, la ausencia o la negligencia en el desempeño. La vocación pública no es por obligación sino por decisión que, una vez asumida, implica renuncias y sacrificios en contraparte de privilegios significativos, entre ellos el de representar, guiar, decidir por los demás.
Cuando una persona servidora pública o representante popular actúa con convicción y coherencia, la ciudadanía lo percibe y le respalda, sobre todo cuando se nota que está presente, que escucha, que se preocupa y, sobre todo, que responde y no solo aparece para tomarse la foto, dar un discurso, firmar la asistencia, para luego ausentarse, limitarse a cumplir con la mínima presencia que les conserve en la nómina, bajo la trivial máxima de que “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.
La ciudadanía actual es más informada, más crítica y exigente, la vieja idea del político que gobierna desde el escritorio ya no es aceptable; el acceso a la información y la velocidad con que los problemas sociales se manifiestan exigen una clase política más activa, más empática, más conectada con lo cotidiano, exige respuestas en tiempo real, no promesas y es ahí, donde la lógica del servicio público debe estar en sincronía con su tiempo y circunstancia. El servicio público no es un trampolín, una cuota de poder o una bolsa de recursos para repartir favores, sostener estructuras clientelares o simplemente mantenerse vigentes; menos aún mientras el país enfrenta problemas estructurales que requieren atención permanente y soluciones creativas, ante el cúmulo de necesidades y problemas colectivos.
Lo que se espera de un verdadero servidor público es presencia con propósito, con iniciativa, con visión, con capacidad para resolver y decidir y en ello mantener el esfuerzo permanente de mejora regulatoria que agilice los trámites a la ciudadanía, a los usuarios para ofrecer servicios de calidad de manera efectiva y oportuna, utilizando los recursos de manera óptima y estando cerca de las necesidades de la ciudadanía, que tenga el temple suficiente que le abstenga, a pesar del entorno, de ceder en demasía a los tenores olímpicos de Dionisio.
Se trata de lograr los objetivos propuestos con la menor cantidad de recursos posible, garantizando al mismo tiempo una atención cercana y receptiva a las demandas de la población. La función pública estará sujeta siempre al constante escrutinio y lo que marcará la diferencia no será el cargo que se ostente ni el color o siglas partidistas, sino el nivel de entrega y la congruencia con la que se actúe.
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