Por Alberto J. Olvera
Con la elección judicial se culmina el ciclo de restauración autoritaria que inició durante el régimen populista de Andrés Manuel López Obrador. El factor que determina la deriva autoritaria fue, de manera paradójica, el triunfo decisivo de Morena y aliados en las elecciones presidenciales de junio de 2024. Un triunfo sin duda legítimo y mayoritario, pero que se tradujo –por el uso tramposo de las reglas de representación parlamentaria (conversión de votos en curules) y el recurso a la compra descarada de votos de diputados y senadores de otros partidos– en una especie de golpe de Estado parlamentario.
Estos dos tipos de abuso de poder le permitieron a Morena y sus aliados hacerse del 74 % de los asientos en la Cámara de Diputados con sólo 54 % de la votación. No sucedió lo mismo en el Senado por las reglas de representación proporcional, pero la compra descarada de votos bastó para alcanzar la mayoría calificada también en esa cámara. La elección judicial del 1 de junio es el equivalente a esta operación, pues representa la culminación de una especie de golpe de Estado al poder judicial. Ambos han sido golpes blandos, por usar la terminología que la izquierda usa contra sus enemigos, es decir, golpes que no implican anular por completo la democracia, pero que abusan de ella para imponer la hegemonía de un solo grupo político.
La elección judicial estuvo viciada de origen. La reforma constitucional no se discutió con actores de la sociedad civil, ni con la oposición, sino que fue parte central de un vendaval constituyente que tuvo lugar en septiembre del año pasado y que derribó las instituciones creadas en la precaria transición a la democracia mexicana. Este constitucionalismo autoritario, impuesto en forma súbita por un presidente saliente, marcó el derrotero y destino del nuevo gobierno federal encabezado por Claudia Sheinbaum. Instaurar una nueva constitución, por medio de una imposición parlamentaria basada no en la representación política legítima, sino en el abuso de las reglas de representación, permitió constitucionalizar un nuevo régimen, centralista, presidencialista y carente de límites institucionales.
López Obrador leyó los resultados de la elección de junio de 2024 como una autorización popular para transformar el régimen político. AMLO pensó que, aunque tarde en su mandato (de hecho en el ocaso del mismo), había logrado la hegemonía suficiente para imponer la restauración del régimen de partido único, junto con una actualización y adaptación del proyecto nacionalista estatista desarrollista, lo que había sido siempre el propósito expreso de su larga carrera politica.
La elección universal de jueces no formaba parte del script original del proyecto restaurador, pero López Obrador decidió radicalizar la toma del poder judicial para garantizar la irreversibilidad de su control político desde el poder ejecutivo. Controlar sólo la Suprema Corte de Justicia no le pareció suficiente, pues en el futuro mediato la correlación política de fuerzas favorable a su causa podría cambiar. Al forzar la elección universal de jueces López Obrador logró que el resultado manipulado de las elecciones de 2024 se convirtiera en un momento refundacional del Estado mexicano.
Los tímidos atisbos de una democracia constitucional que empezaban a perfilarse en el mandato de López Obrador gracias a un frágil equilibrio de poderes y a cierto atrevimiento de la Suprema Corte para limitar los impulsos autoritarios del presidente, quedaron anulados de raíz. El resultado electoral de junio de 2024 se convirtió, mediante inteligentes maniobras políticas, en un momento crítico de la historia política mexicana, cuyo significado es la restauración de un régimen de partido casi único.
Sin embargo, el nuevo régimen autoritario se diferencia del viejo en varios elementos que explican su relativa precariedad. En primer lugar, Morena no puede anular por completo la competencia electoral sin pérdida de legitimidad y sin riesgos de acelerar la fragmentación interna de la coalición gobernante. El autoritarismo competitivo contiene en su seno la posibilidad del desplazamiento del grupo en el poder por vías electorales. Si bien hoy día no hay oposición significativa, eso no quiere decir que no pueda surgir una en el mediano y largo plazos. Más aún, Morena depende de la alianza con partidos oportunistas para controlar el legislativo. Estas formaciones, ante la amenaza potencial de verse desplazados por el partido hegemónico, pueden aliarse a las hoy débiles fuerzas de oposición en un momento determinado. Esto implica que Morena no puede prescindir de los servicios de los partidos oportunistas sin riesgos electorales, como quedó patente en las elecciones locales de Veracruz y Durango el pasado domingo. En efecto, Morena perdió poder territorial en Veracruz y no logró desplazar al PRI en Durango, uno de sus últimos bastiones. Dadas las condiciones críticas en que la presidenta Sheinbaum recibió el gobierno, y la compleja situación internacional, es de esperarse que de aquí a las elecciones de medio término en 2027 pueda configurarse un contexto que pueda resultar en la pérdida del control absoluto que tiene Morena sobre la Cámara de Diputados.
La segunda diferencia es que hoy día es inviable las reconstitución de cualquier proyecto estatista desarrollista. El proyecto neoliberal puesto en práctica en los últimos 30 años ha cambiado de forma radical el perfil de la economía mexicana y la ha integrado estructuralmente a la de Estados Unidos. Mexico es hoy dependiente por completo de los vaivenes de la economía norteamericana y del mercado mundial.
Si bien el régimen neoliberal limitó el espacio de modernización económica y la existencia de un mínimo y vergonzante estado de derecho a unas pocas regiones del país, lo cierto es que la industrialización dependiente y la agricultura capitalista moderna son hoy los cimientos de la economía nacional. Para colmo, la industria petrolera, fuente de rentas de los gobiernos neoliberales, ha colapsado y su supervivencia exige enormes e insostenibles subsidios estatales. El nuevo régimen carece de los recursos necesarios para sostener indefinidamente las transferencias a adultos mayores y jóvenes y subsidiar al mismo tiempo a una industria energética en crisis.
La restauración autoritaria es doblemente precaria. Por un lado no puede abandonar sus cimientos democráticos, desde los cuales pudo imponerse en sucesivas elecciones, sin perder legitimidad y sin arriesgarse a un castigo de los ciudadanos. Por otra parte, no puede cambiar el modelo económico, menos aún cuando la irresponsabilidad fiscal del presidente López Obrador dejó al Estado en los huesos, tanto desde el punto de vista económico como desde el institucional. Lejos de parecerse el actual Estado mexicano al Estado fuerte autoritario del periodo 1940-1994, el actual Estado es muy débil: carece de las capacidades estatales mínimamente requeridas, como lo demuestra día a día la persistencia y agudización de la violencia y el crimen, de la impunidad más absoluta, de la corrupción masiva y de una ineficacia gubernamental que nos condena a tener sistemas de salud y de educación en crisis permanente.
El golpe de gracia de la elección judicial tiene en su seno el germen de su propia crisis. La implementación de la reforma judicial ha conducido a que el propio régimen se impusiera una pésima selección de perfiles para ministros, magistrados y jueces, a que el proceso electoral dependiera por completo de las maquinarias locales, que apenas lograron llevar a uno de cada 10 votantes a las urnas, y que tuviera que mostrarse con descaro al mundo que la famosa elección ejemplar fue sólo una simulación democrática. Morena se llevó carro completo en la elección judicial sin rubor alguno, dejando además muchas dudas en el camino.
La elección judicial mexicana no sirvió para generar una fuente propia de legitimidad a un poder judicial refundado, porque la ciudadanía no podía entender ni entendió nunca por qué, para qué y por quién estaba votando. La elección fue un fiasco en el sentido de sentar un piso de legitimidad democrática al poder judicial. En esta primera ocasión sólo votó el 12.5 % de los ciudadanos, además el 25 % de esos votos han sido anulados expresamente o entregados en blanco, una señal inequívoca de protesta e incomprensión. En suma, menos del 10 % de los electores habrá elegido en forma manipulada y controlada a unos jueces que no conoce ni conocerá y cuyas responsabilidades no entiende.
Peor aún, el régimen autoritario ya no tiene excusa para ocultar su absoluta incapacidad para permitir que la mayoría de los ciudadanos acceda a la justicia y detener la absurda y generalizada impunidad que se padece día a día. La elección judicial no ha resuelto ninguno de los verdaderos problemas del sistema de justicia mexicano: la absoluta debilidad de las policías y de las fiscalías de justicia. Como ni el gobierno de López Obrador ni el de Sheinbaum se han planteado resolver este problema fundamental, el desastre de la justicia seguirá existiendo y ahora no habrá pretexto para que el gobierno alegue que es la inercia del pasado lo que impide atacar las injusticias del presente.
Más grave todavía, la precipitada y calamitosa elección del 1 de junio no garantiza el control político centralizado del poder judicial. Tanto la integración de las listas de candidatos como el acarreo de votantes a las urnas dependió de los grupos de poder local en todo el país, por eso la fragmentación política dentro de Morena (que se percibe ya en la falta de coherencia en los actos de gobierno, en su incapacidad operativa y en su debilidad frente a los chantajes de grupos de poder), no hará más que incrementarse. Los jueces penales ante todo, pero también los de otros campos de la justicia, tendrán que responder a sus verdaderos patrocinadores.
Nada demuestra mejor esta verdad elemental que el desastre de las elecciones de los poderes judiciales estatales, que han sido absolutamente controladas por los gobernadores, por medio de diversas vías, algunas más cínicas que otras. Hay estados donde hubo candidatos únicos a los puestos judiciales, como en Durango, o votos por planilla de cada uno de los poderes locales (que en la práctica eran una sola planilla) como en el caso de Quintana Roo, o la creación absurda de una sola circunscripcion judicial estatal, como en Veracruz. Todo esto nos habla de que los poderes judiciales locales, que resuelven 90 % de los litigios, permanecerán controlados por los gobernadores, como ha sido en el pasado. Además, la mayoría de los jueces federales recién electos provendrán de las propias filas del poder judicial federal, puesto que no se puede inventar de la nada la capacidad de un juzgador para tratar temas de alta complejidad. Eso sí, habrá un recambio en los nombres de los jueces federales, debido a que se anuló la vía de la carrera judicial, la cual, en efecto, había dado lugar al desarrollo de una serie de privilegios y vicios inaceptables. Pero aparte de someter a los nuevos jueces a una austeridad formal que es básicamente de dientes para afuera, el poder judicial tanto a nivel local como federal seguirá funcionando de la misma manera que antes. Los jueces penales seguirán recibiendo carpetas mal integradas; los demás tendrán amplia discrecionalidad en asuntos mercantiles, familiares y civiles. Y la influencia desmedida de los poderes fácticos en temas de verdadera importancia económica se seguirá ejerciendo mediante influencias indebidas y a puertas cerradas, como hasta ahora.
La reforma judicial ha sido mucho show para tan escasos resultados. En cambio, su costo económico y político es enorme. La reforma ha paralizado el poder judicial federal, asunto que continuará agravándose hasta fines de este año, por lo menos. Y la lógica curva de aprendizaje de las máximas autoridades judiciales electas dará mucho de qué hablar en los próximos meses. Tendremos un presidente de la Suprema Corte sin experiencia judicial y otros cinco ministros igualmente noveles en estas lides. Tendremos un tribunal de disciplina conformado en buena medida por adultos mayores, cuya formación jurídica está enclavada en tradiciones muy antiguas y cuya carga de responsabilidad es abrumadora. Puede anticiparse desde ya que la capacidad disciplinaria de los nuevos órganos será muy limitada, a menos que se cree una institucionalidad muy robusta que llevará años y muchos recursos construir.
Hace 13 años caractericé el regreso del PRI al gobierno federal, cuando Enrique Peña Nieto ganó las elecciones presidenciales, como una restauración precaria. Y en efecto, lo fue. A pesar de sus propósitos modernizadores y tecnocráticos, y su ambición reformadora, ese PRI cayó víctima de sus propios excesos y limitaciones. Es posible que pronto veamos los signos de un similar agotamiento interno de la actual coalición gobernante, derivado de la necesidad de culpar a alguien o algunos de sus previsibles fracasos en la compleja tarea de institucionalizar un régimen autoritario competitivo, presidencialista, que está colonizado por múltiples facciones políticas y cuya líder formal carece de la autoridad necesaria para crear un gobierno viable. Morena y su presidenta, a pesar de su aparente poderío absoluto, tienen pies de barro.
Este texto fue publicado originalmente en el blog de Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo.