Mordaza

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Por Darío Fritz

Lo suelo hacer con los estudiantes en clase. Hurgar en opiniones diferentes sobre un tema para que afloren argumentos e ideas. Pero su resultado se encamina al fracaso, el debate no permea. Apenas dos de ellos ofrecen sus puntos distantes y allí acaba el diálogo. No hay contrarréplica ni se arman bandos que apoyen a una u otra parte. Buscar hoy una discusión acalorada, donde se alce la voz y hasta haya gritos y algún manotazo de enojo arrojado al aire, forma parte de una quimera. Aunque en tiempos cercanos era lo normal.  Sí, aflora y se impone hoy el conformismo. “Esa es su opinión y ésta la mía, respeto lo que dice, está en su derecho”, se escucha decir como pidiéndole permiso a los buenos modales. Hay un respeto malentendido, como si respetar fuera sinónimo de no dialogar cuando dos tienen miradas diferentes, así sea sobre cómo martillar un clavo, de que están hechos los equipos de la próxima final del futbol o cuál será la mejor manera de racionar el consumo de agua. Como si el argumento opuesto podría entenderse como ofensa. En esa aula de la disidencia arrinconada a los límites del diálogo pasajero, el resto de los alumnos se apoltrona en el mutismo, sin nada que opinar, sin nada que aportar, sin nada que decir. Y así como en las aulas universitarias se reniega a disentir, también se instala en las reuniones familiares o en la comida de colegas de trabajo que comparten la hora libre.

Un mundo urbanístico, propio del vanguardismo de la metrópoli, ha ido permeando ese vacío sobre aquello que debería alimentar pasiones y desencuentros (no estamos hechos de uniformidades). Por algunas décadas, el denominado “progresismo” definía algo que no era de izquierdas ni de derechas, pero ofrecía identidad: defensa de la igualdad y la inclusión, de la democracia, de minorías respetadas, del cuidado del medio ambiente.  Pero ese discurso progresista -de logros como la justicia en violaciones a derechos humanos o persecución del feminicidio- también se ha demostrado vacío o simplemente confrontativo frente al machismo y el patriarcado, diluido al cambio climático -apenas entendido como el calor en aumento- todo lo que hace al daño ambiental, pretencioso analista de autores clásico de la literatura con el léxico del presente para relegarlos al olvido. El “progresismo” de aterrorizar con la cultura de la cancelación, ese boicot sobre quienes dicen algo impopular o cuestionable, de la imposición de un lenguaje con intenciones de aplastar aquello que los profesionales de las academias examinan y debaten por décadas, de la pedantería del matón con todo aquel que no pertenezca a su casta. De no discutir, porque cada uno va con lo suyo.

Acostumbrado a avanzar sobre un espacio que se creía yermo, el progresismo, sin llegar a detectarlo, fue alimentando rechazos que ahora brotan sorpresivos y constantes como géiseres. Un mundo de gente común y sencilla escuchó a otros que le prometen que otra vida es supuestamente posible, donde igualdad, inclusión, democracia, medio ambiente, son secundarios. Que las palabras exclusivas son innecesarias y las soeces más efectivas. Que se pueden perder libertades y se gana en tranquilidad. Que para eso también hay que callar disidencias, las escasas o las abundantes. Por izquierda lo han hecho Maduro y Ortega, por derecha lo hacen Milei, Trump, Bukele. Trump sale a la caza de los inmigrantes, las universidades o las estrellas del espectáculo, llámese Taylor Swift, Beyoncé, George Clooney o Bruce Springsteen; el argentino quita o limita derecho como el de huelga y denigra (más de dos insultos por día en su gestión): orcos, cucarachas, mandril, excremento, zurdos de mierda; Bukele ordena leyes para cerrarle la boca a unas ocho mil ONG y a la prensa, de manera similar a como hizo Ortega en Nicaragua, y lleva a la cárcel a miles de jóvenes sin pruebas de delitos. Todos tienen alto apoyo popular o lo fuerzan –las elecciones en Venezuela, Nicaragua y El Salvador no se caracterizaron por su transparencia –, y así se abren las puertas al autoritarismo contra las voces disidentes. Si la discrepancia no la practicamos en el aula, en casa o con los colegas de trabajo, el silencio se traducirá en consentimiento y la mordaza pronto será el orden.

 

@dariofritz.bsky.social