Por Darío Fritz
Todo mundo quiere la paz. Debería ser una afirmación convincente, sin cortapisas. Definitiva. Pero no parece serlo. Pocas intenciones se le ve a Benjamin Netanyahu convirtiendo a Gaza en campo arrasado y todo lo que toque cerca, libaneses y sirios incluidos. Nulas intenciones se le ven a Vladímir Putin sobre los maltrechos ucranianos. Donald Trump despliega el semblante de la hostilidad infinita ahora que halló en los chinos sus enemigos y en los países frágiles su saco de boxeo favorito, en tanto prepara sus zarpazos sobre Groenlandia y el Canal de Panamá. Nada de paz ofrecen Daniel Ortega y su mujer a todo aquel nicaragüense que se pretenda plantar democrático, como tampoco son los deseos de Nicolás Maduro. En el triunfalismo han de nadar en medio de su clandestinidad obligatoria los herederos del Chapo Guzmán después de traicionar al tío que los formó y exiliar hacia Ciudad de México o fuera de Sinaloa a quien osara hacerles frente.
Al contar la historia de Limónov, un personaje ruso real, tan estrafalario como desmesurado, Emmanuel Carrère detalla que siendo aquel aún bebe, refugiado en un sótano por su madre de los ataques aéreos de la Luftwaffe alemana, esta le decía, aunque lo mismo lo hacía para ella misma: “La verdad, no lo olvides nunca, mi pequeño, es que los hombres son unos cobardes, unos canallas, y que te matarán si no estás preparado para golpear primero”.
En su informe Riesgos Globales 2025 de enero pasado, el Foro Económico Mundial analizaba que ante el incremento de los conflictos armados en la última década, “existe el riesgo de que cada vez más gobiernos pierdan su confianza no únicamente en la ONU, sino en el multilateralismo como una forma de resolver conflictos, lo que puede derivar en un mundo cada vez más adverso en el que los conflictos solo se solucionen a través de las guerras”. Y advertía también que los problemas no eran la geopolítica y las guerras abiertas como en Ucrania, las solapadas como China-Taiwán y lo que traería aparejado una guerra comercial, anticipándose a lo que haría Trump, sino los fenómenos meteorológicos extremos, y junto a ellos el colapso de los ecosistemas, los cambios críticos en los sistemas terrestres y la escasez de recursos naturales.
Pero a la guerra tradicional que conocemos, la de Ucrania, la de Israel sobre los palestinos, la de los Estados versus guerrillas e insurgencias en Sudán, Myanmar o Pakistán, la de masacres, misiles cruzando territorios, tanques y drones disparando a civiles, está aquella donde lo militar y lo civil se emparentan en una ambigua “zona gris” entre la guerra abierta y la paz. Otras armas, entonces, entran en juego. Desde ataques cibernéticos que colapsan la banca o servicios gubernamentales, hacen estallar beepers y walkie-talkies de manera coordinada e instalan virus para paralizar una central nuclear, hasta el terror de ataques con cuchillos y camiones a ciudadanos que pasean y van al trabajo por una calle concurrida, o los desplazamientos forzados de personas por el narco en zonas serranas de Michoacán, Chihuahua y Guerrero. Se les llama “actividades hostiles”, dice la experta en defensa y comercio de armas, Tica Font Gregori. Socavan la confianza de los ciudadanos en sus instituciones, provocan desconfianza en el sistema democrático, político y administrativo, desinforman, erosionan las gestiones de gobiernos, atacan el orden social.
Las guerras gustan, y más a quien tiene el poder del dominio. Con la certeza de que imponerse es apenas el comienzo de avasallar a largo plazo. Qué paz se puede declamar en esos casos si no es la paz del que gana, que no es paz, sino despotismo. Como tampoco va a hallar paz una septuagenaria irritada por el despojo de su propiedad y entonces descerraja disparos de muerte porque sabe que detrás del despojo hay un contubernio insoldable de atracadores y autoridades. Ya sea en el conflicto a gran escala como en la desdicha cotidiana, la violencia premeditada goza de larga vida.
@dariofritz.bsky.social