Por Fernando Vázquez Rigada
En una novela extraordinaria, Memorias de Hernán, el historiador Christian Duverger pone en la mente del conquistador la siguiente reflexión:
“Hay que expulsar la muerte a la periferia, al limbo de la sociedad, lejos del mundo doméstico. No se puede, no se debe instalar en el centro de la ciudad con obsesiva permanencia. La muerte no debe monopolizar ni el tiempo ni el espacio de los vivos”
Esas palabras hoy alcanzan una profundidad escalofriante.
La muerte se ha adueñado del centro de la vida nacional. Es un paisaje dominante, cotidiano, sangriento.
Miles de vidas se han esfumado en este siglo, en una lucha estéril y cruel.
La presencia de la muerte ha sido constante en nuestra historia. Fue el eje espiritual del mundo prehispánico: el sacrificio de la vida como exigencia de la continuidad de la existencia.
La vida indígena se extirpó en la conquista con la espada, la viruela y, luego, se consumió en las llamas de esa intolerancia llamada Inquisición.
México murió a manos de México en dos episodios terribles: la Reforma y la Revolución. La muerte en manos del hermano. Las escenas de terror de la época se sintetizan en dos nombres: Leonardo Márquez, “el Tigre de Tacubaya” y Rodolfo Fierro, el más despiadado general de Villa.
La muerte recorre, hoy, la geografía nacional. Brutal. Insaciable.
El dolor de tantos se ha germinado en medio de la corrupción, la indolencia, el cinismo de frases brutales: “abrazos, no balazos” y “No me vengan con que la ley es la ley”. Después, en una engañifa para evadirla, se registran ya no decesos sino desapariciones, como si la muerte pudiera ser burlada.
Tanta presencia ha tenido que la nación cambió ya el árbol de la vida por el culto a la Santa Muerte. Ella se volvió acorde en corridos a criminales, en adoración a la violencia en redes, en una sombra que nos consume sin darnos cuenta.
Quizá por esa costumbre feroz no hubo consecuencias a la suerte de genocidio indolente que fue la estrategia contra el COVID que dejó 800 mil muertos.
México necesita reconciliarse consigo mismo, lo que implica hacer un pacto por la vida.
Diría: no sólo con la vida sino con otra vida. Una libre, educada, respetuosa, creativa, feliz.
Lograrlo implica hacer un autodiagnóstico brutal, sin anestesia, de lo que somos y de cómo hemos llegado aquí. Resolver un problema comienza por reconocerlo y asumirlo con objetividad. No hay culpables absolutos. Hay responsables integrales o no hay nada.
A partir de ahí, urge tejer un acuerdo para la refundación moral del país.
Y emprender una nueva vida.
@fvazquezrig