Por Darío Fritz
Cavafis escribió en 1892 “Imagen pelasga”, un poema donde un torpe y antiquísimo gigante de infinidad de riquezas y decenas de cabezas, brazos y piernas, sufre una pesadilla y despierta: “ha agitado su sueño, en el oscuro espejo / de su insensible y frío cerebro / desconocidos y terroríficos fantasmas se reflejan”. Los espejos que tanto han servido a la literatura como al refranero popular para agitar las explicaciones más sencillas, desde lo que dicen los rostros, el alma traslúcida y la evidencia de tristezas y alegrías hasta las comparaciones odiosas, nos aterrizan en la frialdad del presente.
Una jauría de infiernos inesperados llega reflejado en ellos. Y te acaricia avasallante, como me pasó. El espejo retrovisor del parabrisas te dice que algo extraño e inverosímil ocurre allí atrás, a la espera del cambio del semáforo. Recurres zigzagueante al espejo lateral y lo confirmas: medio cuerpo delgado de tonalidades grises se adentra en el auto vecino como viejas caricaturas donde solo se ven las piernas fuera de un tonel. La sangre entra a trabajar una extraña convulsión, como si estuviera en el cuerpo de ese desconocido conductor —cuadras atrás lo habías visto solo en su vehículo de lujo, de mirada concentrada y paz ceñuda. Un brazo del cuerpo delgado se sale de la ventanilla con un arma adosada a la mano, mientras la otra agita insistente hacia adentro intentando extraer algo. Intranquiliza saber que uno no es la víctima, y puedes ser la siguiente. Cierras la ventanilla que el otro no tuvo modo de obstruir, sorprendido en su paz concentrada, y aguardas urgente el semáforo que mueva al auto de adelante y los otros que están más adelante, para salir indemnes. Conductores que quizá observen lo mismo desde sus espejos, como el joven ciclista ubicado a distancia prudente, con ojos desorbitados y boca entornada, incrédulo y paralizado.
Los espejos retrovisores no devuelven espejismos, sino naturalidad. Casi un tercio de los ciudadanos ha sido víctima de un delito en 2023 —datos similares a 2022—, como el de los asaltos en las calles, uno de los de mayor frecuencia en el país. Las incidencias son parejas entre los más descalabrados, el Edomex, Aguascalientes y la Ciudad de México. Acostumbrados al alto impacto informativo del secuestro y la desaparición, quedan opacados datos como los de junio pasado, donde el temor a ser alcanzados por el robo llega a seis de cada diez habitantes, más aún en las mujeres (65 por ciento), dice la estadística del INEGI. Los robos y asaltos son de los que más se sufren o se sabe que existen (47.8 por ciento), precisa la más reciente encuesta de percepción de seguridad. Referir a justicia ya resulta intrascendente para las víctimas: apenas tres de cada cien ultrajes en la vía pública se denuncian para que los Ministerios Públicos hagan su trabajo.
Preciso con los tiempos del semáforo —unos tres minutos— el asaltante delgado, de ropas grises, gorra y dos capuchas por encima, se desprende de la ventanilla del auto como si se descorchara una botella de sidra, y corre solitario hacia una calle transversal. Nos comenzamos a mover y el auto asaltado avanza como todos y a la siguiente esquina gira por la avenida despejada, solitario. Todos a salvo y a jugar a la ruleta rusa, que el atraco no nos toque en la próxima parada del semáforo. El gigante de la pesadilla, termina Cavafis en su poema, “ríe por su cobardía y su desmedido temor / y nuevamente se tiende sereno / mientras sus treinta bocas sonríen”.
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