Por Carlos Tercero
La administración del poder en el contexto de los equipos políticos y de gobierno es un tema complejo y con muchas aristas de análisis profundo. La máxima de que «el poder no se comparte, se delega» alude la importancia de una gestión equilibrada y sensata del poder, donde la supervisión y la evaluación constante son esenciales para evitar la concentración excesiva de poder en un solo individuo o ente público. Se trata de un fenómeno global, configurado fundamentalmente por los rasgos propios de la naturaleza humana, especialmente en la clase política y gobernante, pero que no es ajeno al mundo corporativo en la iniciativa privada.
El poder político, es una fuerza dinámica que puede ser utilizada para el bien común pero altamente proclive a la tentación de intereses particulares o de grupo, con una capacidad de influir en las decisiones y acciones de otros, idealmente, a través de la persuasión y, solo cuando es necesario, imponiendo la autoridad legítima. En los equipos de gobierno, el poder se manifiesta en la toma de decisiones, la implementación de políticas y la gestión de recursos. La delegación del poder es una práctica común en la administración pública; sin embargo, no se debe confundir con la abdicación de responsabilidades, la delegación efectiva, implica asignar tareas y autoridad a subordinados competentes, mientras que se mantiene una supervisión constante para asegurar que las decisiones y acciones estén alineadas con los objetivos y valores del gobierno.
La concentración excesiva de poder en un solo individuo o dependencia casi invariablemente resulta en problemas que afectan la eficiencia, la integración y la legitimidad del gobierno. Entre los riesgos más significativos se encuentran el autoritarismo, la corrupción, la ineficiencia y la desmotivación. El autoritarismo surge cuando las decisiones se toman de manera unilateral sin considerar la diversidad de opiniones y perspectivas, lo que lleva a políticas desequilibradas y a la exclusión de sectores importantes de la sociedad. La falta de controles y equilibrios puede facilitar la corrupción, ya que cuando una sola persona o entidad tiene el control absoluto sobre los recursos y decisiones, es más fácil que se desvíen de la ruta del buen gobierno y se tomen decisiones en beneficio propio. La concentración de poder también puede llevar a una gestión ineficiente, ya que una sola persona no puede manejar todas las responsabilidades de manera efectiva, resultando en retrasos, errores y una mala implementación de políticas. En un entorno donde el poder está excesivamente concentrado, los miembros del equipo pueden sentirse desmotivados y desconfiados, afectando negativamente la moral y el rendimiento del equipo.
Para evitar los riesgos asociados con la concentración excesiva del poder, es crucial implementar estrategias que promuevan una administración equilibrada y efectiva; comenzando por la separación de poderes entre el ejecutivo, legislativo y judicial, fundamental para mantener el equilibrio y gobernabilidad, donde la transparencia en la toma de decisiones y el ejercicio de recursos es esencial para mantener la confianza pública. Fomentar el desarrollo de liderazgo en diferentes niveles del gobierno ayuda a distribuir el poder de manera más equilibrada, así como la capacitación y el empoderamiento de los miembros del equipo pueden mejorar la eficiencia y la efectividad de la administración.
Son numerosos los ejemplos históricos que ilustran los riesgos de la concentración excesiva del poder, marcados por la represión política, la corrupción y la injusticia social; de ahí la importancia de impulsar una administración efectiva del poder, basada en la capacidad de los líderes y funcionarios para delegar responsabilidades que aseguren que las decisiones y acciones estén alineadas con los objetivos y valores del gobierno, a favor de una administración equilibrada y efectiva que beneficie a toda la sociedad.
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