La sombra del caudillo y el cambio de régimen en México

Share

Por Alberto J. Olvera

México, a contracorriente de lo que pasa en la mayor parte de América Latina, vive un momento instituyente de un nuevo régimen político. La peculiaridad de este proceso es que se trata de un inédito experimento de institucionalización de un régimen populista, cuya versión fundacional ha sido clásica, esto es, ha dependido de un líder que encarna al pueblo y reclama para sí no sólo la representación popular, sino la soberanía nacional. Lo peculiar aquí es que el líder no se puede reelegir, por lo que ha heredado en su sucesora Claudia Sheinbaum la tarea de llevar a sus últimas consecuencias el proyecto político de concentración del poder en la Presidencia de la República y el desplazamiento/control no sólo de poderes fácticos económicos y políticos, sino la deconstrucción de las instituciones creadas en la prolongada y precaria transición a la democracia mexicana. Sin embargo, la posibilidad de una transición ordenada a un presidencialismo mayoritario está en riesgo por el empeño del líder de culminar su mandato con la presentación y aprobación en el arranque del nuevo congreso supermayoritario de un paquete de reformas constitucionales y legales que no sólo atarían las manos de la nueva mandataria, sino que crearían conflictos políticos de gran envergadura y dificultarían la gobernabilidad del país.

Mientras en buena parte de Sudamérica se vive una especie de momento destituyente de los procesos populistas de izquierda, que afecta incluso a los países que aún están gobernados por presidentes alineados al progresismo regional, en México se vive por el contrario un proceso instituyente. Dada la mayoría calificada que Morena tiene en el Congreso federal gracias al uso inteligente de absurdas reglas de reparto de asientos de representación proporcional en el Congreso, y a su poder territorial y legitimidad incuestionable, Morena es hoy un partido hegemónico que puede instituir en forma democrática y legal una Presidencia todopoderosa, absolutamente mayoritaria, que puede llevar a cabo sin limitación alguna los cambios constitucionales y las políticas públicas diseñadas por el presidente López Obrador y las que impulse la presidenta electa Claudia Sheinbaum. Es importante caracterizar el proceso político que estamos viviendo para tratar de determinar la naturaleza del régimen emergente y los riesgos autoritarios que lo acompañan.

Para empezar, es necesario recordar que López Obrador llevó a cabo una franca desinstitucionalización del Estado construido en los casi trinta años de hegemonía neoliberal. Atacó a las burocracias profesionales que gestionaron la economía del país, destruyó los pactos implícitos o explícitos entre ciertos sectores de la clase política y de la burocracia con los empresarios nacionales y los representantes del capital extranjero, y cooptó a las viejas corporaciones sindicales sin alterar el statu quo en materia laboral en el sector público. Vació al PRI y al PAN al atraer a muchos de sus cuadros y darles posiciones de poder, sobre todo en la escala subnacional. Modificó las alianzas existentes entre el gobierno federal y los medios de comunicación, rompiendo los viejos contratos que subsidiaban a los medios privados, con la excepción del periódico La Jornada y las principales televisoras. No estableció prohibiciones o vetos dramáticos, con contadas excepciones. La libertad de expresión se mantuvo en lo fundamental, aunque todos los críticos del gobierno fueron atacados en las mañaneras, creándose un ambiente ominoso y polarizado en el espacio público.

El gobierno de López Obrador también modificó los contratos firmados por el gobierno anterior con empresas privadas nacionales y extranjeras en las industrias petrolera y eléctrica, creando tensiones con los capitalistas en general y en ocasiones con el gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, López Obrador siguió una política de estricta disciplina fiscal que agradó los capitalistas financieros a pesar de sus costos en términos de disminución de presupuesto del sector público (con la excepción de las megaobras prioritarias y el pago de subsidios) y la consiguiente profundización de la ineficacia estructural del gobierno en su conjunto.

López Obrador instituyó en la práctica, de manera progresiva, un régimen populista que, como todos los de su tipo, fue una hibridación de instituciones y prácticas democráticas con prácticas autoritarias que implicaron la creación de una institucionalidad paralela informal. López Obrador avanzó considerablemente en el proceso destituyente de las instituciones del orden neoliberal sin crear una institucionalidad alternativa. El populismo de AMLO se basó en prácticas informales, alegales o ilegales, que le permitieron llevar a cabo sus políticas públicas fuera de la legalidad constitucional, pero sin romper por completo con ella. La suya fue una política en los bordes de la ley y del orden democrático. Como casi todos los populismos, el de López Obrador fue un ejercicio de ruptura con el pasado inmediato neoliberal y de creación de relaciones entre Estado y ciudadanía, entre Estado y mercado, entre Estado y clase política, de nuevo tipo, basadas en una incesante negociación informal y una adaptación constante a los vaivenes de un decisionismo presidencial impredecible.

Como la mayoría de los populismos, el de AMLO tiene que interpretarse como un momento transicional, como la desestructuración de un régimen democrático precario, elitista, limitado a la esfera electoral, y el inicio de un nuevo régimen, muy parecido al autoritarismo priista que, como se recordará, se basaba en un presidencialismo casi absoluto y un pacto de grupos políticos dentro de la coalición gobernante que permitía la rotación de cuadros en el poder. Estos cambios de régimen se han operado por la vía democrática, por lo que es fundamental para la legitimidad del próximo gobierno mantener el orden democrático electoral y evitar que los cambios constitucionales que AMLO pretende hacer aprobar en su último mes de mandato se constituyan en una ruptura entre el régimen emergente y una parte de la sociedad civil, y se establezca una percepción de que el líder pretende seguir mandando por encima de la presidenta electa, que quedaría atada de manos si no puede establecer sus propias prioridades políticas en el inicio de su mandato.

Lo que pase en los meses que faltan para que Sheinbaum asuma la Presidencia, determinará si el bono de confianza que le otorgaron los ciudadanos a AMLO y a Morena al darles un voto mayoritario se transforma en la verdadera hegemonía política duradera de un proyecto político nacional-desarrollista-progresista, o si da lugar a una lucha de poder entre el líder saliente y la presidenta entrante, abriendo la puerta a mediano plazo a la emergencia de una derecha que hasta ahora no ha podido asomar la cabeza.

La posibilidad de una transición tersa entre el régimen populista personalista de López Obrador y el inicio de un régimen mayoritario presidencialista institucional depende de cómo se procese el ciclo de reformas constitucionales que el líder ha considerado su herencia final. La reforma central es la del Poder Judicial, en la que se pretende establecer la elección de casi 1800 jueces de todas las ramas judiciales federales, incluyendo la electoral y por supuesto a los ministros de la Suprema Corte de Justicia. Semejante refundación total del Poder Judicial, de ser llevada a cabo en los términos propuestos por AMLO, implicaría un desastre político, administrativo y operativo, pues metería al Poder Judicial en un ciclo de politización que duraría años, dañando su credibilidad y la escasa (si alguna) confianza de los actores económicos, políticos y civiles en las instituciones judiciales. Quien tendría que implementar la reforma sería la presidenta Sheinbaum, quien sufriría las consecuencias políticas y económicas de semejante proceso. Es obvio que se requiere una reforma de un Poder Judicial lleno de vicios, pero no de este tipo ni de esta manera.

Este no es el único conflicto potencial. Hay de por medio una propuesta polémica de reforma electoral que pretende desaparecer a los diputados y senadores plurinominales, lo cual, por cierto, Morena no necesita y en cambio dejaría a las minorías sin representación política. Ni siquiera los partidos oportunistas aliados de Morena, los que le dan la mayoría calificada, aprobarían un decreto de extinción de sí mismos como éste. Por su parte, Sheinbaum ha anunciado que no quiere la reelección de ningún cargo de elección popular, medida aprobada en la última reforma electoral, y que en el contexto de un régimen presidencialista con partido casi único crea más problemas de los que resuelve. Pero de nuevo, tal vuelta al pasado priista no sería bien vista ni por los propios políticos morenistas.

Por si esto fuera poco, cada una de las demás propuestas de cambio constitucional, ante todo la que garantizaría el control militar legal a largo plazo de la Guardia Nacional y, por tanto, la militarización de la seguridad pública (hoy día de hecho, pero de dudosa legalidad); y la que pretende desaparecer a varias de las instituciones autónomas que regulan mercados y tutelan derechos, generarán resistencias, críticas y conflictos superiores a los supuestos beneficios de las reformas. Lo mismo puede decirse del resto de las ocurrencias del líder en sus últimos momentos en el poder.

Para colmo, AMLO no muestra ninguna contención. Está fomentando un conflicto postelectoral artificial en Jalisco, sigue atacando a medios independientes, deja sin resolver el problema de Ayotzinapa e insiste en hacer giras del adiós que ponen en duda si realmente se retirará a su finca al terminar su mandato. Se hace acompañar de la presidenta electa como un signo de que el futuro poder de Sheinbaum es delegado por el líder, no propio. AMLO insiste que la elección de 2024 la ganó él, lo que al parecer le daría derecho a ser un factor de decisión en el siguiente gobierno y, en su caso, de veto.

La larga sombra del caudillo arroja dudas sobre la naturaleza del cambio de gobierno el 1 de octubre. Veremos si se obra el milagro de un cambio de régimen terso y se institucionaliza la hegemonía morenista. Si eso sucede, México habrá tenido dos cambios de régimen en seis años. O bien, habrá regresado, 24 años después de la primera alternancia democrática, a un régimen presidencialista con poderes extraordinarios, limitados sólo por el mercado y las resistencias sociales, pero no por contrapesos institucionales, y cargando la pesada herencia del líder. Podemos experimentar también una democracia tutelada por el caudillo y por tanto no salir plenamente del populismo hoy vigente, creándose un nuevo tipo de hibridación, esta vez con el populismo en la retaguardia y el presidencialismo mayoritario al frente, pero sin mando real. En este caso, la posibilidad de un escenario boliviano, es decir, de confrontación entre el líder saliente y la presidenta entrante, que divida la bancada del partido oficial, sería real. Dentro de ese horizonte abierto, lo único cierto es que México habrá experimentado 24 años de democracia electoral sin haber construido ni siquiera los cimientos de un Estado de derecho.

 

Artículo publicado originalmente en Nexos. Agradecemos a su autor la autorización para reproducirlo en La Clave.