La fe renovada

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Por Darío Fritz

Refugiado en no creer, o en todo caso en creer en algo nuevo porque si creemos en lo que las evidencias, los números, los hechos, nos dicen, todo un mundo se viene abajo en segundos, y lo que fuimos atando, enhebrando durante años, décadas, se desparrama sobre el piso, inexistente, inerte, muerto, como esos juegos de castillos inflables para niños al que de pronto, terminada la fiesta, hay que quitar el aire para devolver a su propietario.

Refugiado en evitar creer, envié el paquete con veinticinco polvos que ayudarían a mi padre a aniquilar el cáncer que de un canuto nacido en el pulmón comenzaba a esparcirse por su cuerpo. Alguien dijo que le había dado buenos resultados. Y él lo sumo a su inclaudicable confianza. La FDA lo ha aprobado, preguntó escéptico el médico que lo atendía. Y no hubo respuesta que dar. La respuesta, y fueron varias, hubo que darla a los agentes aduanales del aeropuerto que temían una nueva forma de trasiego de droga bajo aquellos polvos milagrosos. De nada sirvió, obviamente.

Refugiados en no creer, podemos buscar en un trasplante de maceta la solución al malvón que el sol quemante del verano ha dejado chamuscado y desfalleciente, en aventurarnos al menos malo entre los candidatos a que se lleve la presidencia municipal del pueblo, a que la chica a la que insinuamos amor de larga data venga presurosa por la respuesta en la próxima cita. Cuando los golpes bajo de una enfermedad crucial que nos surte el cuerpo impactan tal cual esos disparos a bocajarro de tantas películas que intentan sobresaltarnos, la primera versión del médico dudoso, antes de los análisis y estudios definitorios, se instala como la salvación del error no buscado por la medicina. Y así podemos resistir entre la incredulidad y el asomo a una ignorancia científica de la cual nos enaltecemos conscientes, simplemente para no creer. Para no asumir.

¿Cuál es la diferencia entre el orden y el puto caos?, le pregunta el frío Peter Capaldi a la vertiginosa Cush Jumbo en “Historia criminal” donde personifican a dos investigadores policiales enfrentados. Él mismo se responde. “Son cinco milímetros de grosor. El grosor de las vitrinas. Sólo eso”, dice al recordar los resultados de una refriega entre policías y jóvenes migrantes discriminados en Londres. ¿Cuál es la diferencia entre el orden de un cuerpo en normal funcionamiento y una puta mancha que atrapa el riñón? Cinco centímetros de largo, y más también, los que abren la hendidura generada por el bisturí en busca de las pruebas tangibles. Sólo eso antes del caos de hallar una manera de sobrevivir en orden a la amenaza de la catástrofe. Después llegará la fe intangible. La mental, la religiosa, la que ponemos en manos de otros. “Del abismo resulta que hemos / salido y de él hemos partido”, dice entre optimista y desahuciado en “Dos fragmentos de Hölderlin”, el poeta Jon Fosse.

Caer, sí, vamos a caer. Hasta por un sencillo resbalón en el baño. Antes saldremos temprano de casa en la mañana y la luz será tan centelleante como la que oteamos ayer, cada árbol hará su esfuerzo para acariciar las brisas de mayor altura, nadie que crucemos nos observará a los ojos y en la base de un poste de electricidad brillará el orín negro acumulado por tanta mascota urgida. En la primera esquina, los automovilistas no respetarán al peatón. Nos hacemos de un trayecto para deambular, bostezar, congelar ideas. “El hombre alberga infinitos deseos de una vida finita”, afirma el filósofo Hans Blumenberg. Apostemos a la ficción renovada cada día donde refugiarnos para creer.

 

@DarioFritz