Por Alberto J. Olvera
Las elecciones presidenciales han tomado un giro preocupante en la última semana a partir del anuncio de AMLO de que hará una magna gira del adiós después de la votación. La combinación de varios factores: la debilidad de la oposición y de su candidata; la debilidad de la candidata oficial ante su padre político, y la intención de éste de no abandonar el poder o dejarlo en condiciones tales que el propio líder continuaría de facto dirigiendo políticamente al país, abren escenarios hasta ahora no discutidos, todos los cuales ponen en riesgo la precaria democracia que hemos construido.
Andrés Manuel López Obrador ha anunciado que va a realizar una gran gira por el país después de las elecciones, supuestamente para agradecer al pueblo de México el apoyo que le ha dado a lo largo de su gobierno. Esto implica que después de la campaña presidencial vendrá otra campaña tan larga como ésta en la que el presidente saliente cimentará el apoyo popular de que goza, presionando desde abajo y desde arriba a la presidenta entrante para que se apegue a la agenda política que el líder definió el pasado 5 de febrero. No debe minimizarse la trascendencia del anuncio. López Obrador no se retira de la vida política y, lejos de ser en los últimos meses de su mandato un presidente opacado (lame duck), pretende demostrar que es y seguirá siendo el líder político de la llamada cuarta transformación. Varios factores abonan al posible éxito de este preocupante proyecto.
El primero es la debilidad de la oposición y de su candidata. Como ya se ha dicho en abundancia, Xóchitl Gálvez carga desde el principio de su campaña con el pesado fardo de dos partidos y medio, completamente desprestigiados a los ojos de la ciudadanía, los cuales se han negado a ejercer la más mínima autocrítica y se han empeñado en demostrar que siguen siendo los mismos de siempre. A este hecho debemos aunar que la propia candidata no tuvo la capacidad política para abrirse un espacio propio en medio de tan difícil situación: no negoció con los partidos un mínimo porcentaje de candidatos a diputados y senadores emanados de la sociedad civil que le pudieran dar un soporte político propio en un Congreso colmado de políticos profesionales con agenda propia. No construyó un grupo de asesoría política profesional que le ayudara a construir un programa digno de ese nombre y para colmo se dejó manipular por asesores de imagen racistas y clasistas que en el primer debate la pretendieron convertir en una burócrata profesional o señora de Las Lomas para que pareciera “más presidenciable”. Este error le quitó el único rasgo que hacía interesante su candidatura: la frescura de una política no convencional que tenía un gran potencial para realizar una campaña de cercanía al estilo de la que Mauricio Macri hizo en Argentina en el 2015, quien se presentó como un candidato cercano a la gente común y no como un político profesional (que lo era). Para colmo, la insistencia en hacer mítines convencionales organizados por los partidos de los cuales pretende diferenciarse no ayuda a construir una candidatura “ciudadana”. Estos errores demuestran la falta de capacidad estratégica de la candidata, corroborada por la incomprensible carencia de un cuerpo propio y amplio de asesores que la ayudaran a construir propuestas sólidas y un programa diferenciable del de los partidos.
Por su parte, la candidata oficialista Claudia Sheinbaum ha mostrado otra clase de debilidad política. Desde que fue designada por el líder como su heredera no ha tenido más remedio que presentarse simplemente como la portadora de la continuidad, sin autocrítica alguna. Esta necesidad de ratificar a cada momento su fidelidad absoluta a López Obrador le ha impedido mostrarse como una política con valor propio. Nadie sabe realmente qué piensa ni qué propone, a pesar de tener un equipo de asesores amplio y competente. Peor aún, a lo largo de la campaña, en distintos momentos, los asesores de imagen han pretendido construirla como oradora popular con penosos resultados y han ensayado distintas presentaciones de su persona sin que ninguna resulte en algo auténtico. La carencia de carisma no se puede resolver con aditamentos. A decir verdad, todo indica que esto lo sabía perfectamente López Obrador y que por eso fue designada como candidata, para ser simplemente un vehículo de la continuidad del liderazgo de AMLO, restándole toda posibilidad de asumir un protagonismo propio y no delegado.
En este contexto se abren tres escenarios poselectorales principales, todos los cuales resultan finalmente en el empoderamiento de López Obrador de cara al futuro inmediato y mediato. El primero, claramente improbable, sería el triunfo de Gálvez, en cuyo caso la poscampaña de López Obrador en los cuatro meses que mediarían entre las elecciones y la toma de posesión sería una interminable denuncia de un maléfico fraude y un llamado franco a la insurrección política. Debe entenderse que una derrota de Morena no sería la derrota de Sheinbaum, sino la de López Obrador, como también una victoria sólo puede ser suya, puesto que su candidata no es más que un mero reflejo de su voluntad. En este escenario Sheinbaum quedaría básicamente borrada del mapa político y López Obrador asumiría personalmente la continuidad de su proyecto con imprevisibles consecuencias.
El segundo escenario, mucho más probable, es el triunfo de Sheinbaum. En el caso de que sea por un apretado margen, la poscampaña de López Obrador estaría orientada a presionar a una oposición derrotada, ante todo a un PRI en vías de extinción, a aprobar en el Congreso sus reformas so pena de futuras persecuciones políticas y judiciales. Dependiendo de qué tan cerrada haya sido la elección y de cuántas gubernaturas puedan ganar el PRI y el PAN, veríamos a un López Obrador más o menos agresivo en la persecución de sus enemigos políticos. En el menos probable escenario de un triunfo arrollador de Morena y aliados que resultara en mayoría calificada en el Congreso, o por lo menos en una de las Cámaras, la poscampaña de López Obrador sería celebratoria e igualmente buscaría condicionar expresamente al futuro gobierno de Sheinbaum a cumplir meticulosamente su agenda. Incluso sería posible que López Obrador intente pasar sus reformas constitucionales con la legislatura saliente, que muerta de miedo, trataría de evitar la ira del líder.
Hay un posible tercer escenario, al que llamaré “boliviano”. En Bolivia se presenta desde hace un par de años un franco conflicto entre el presidente en funciones, electo democráticamente por abrumadora mayoría, Luis Arce, y Evo Morales, quien desde su regreso del exilio a Bolivia asumió el liderazgo de su partido, el MAS. Evo pretende volver a ser candidato presidencial en 2025, en contra de la opinión del propio Arce, quien desea reelegirse, y de buena parte de los líderes de su propio partido. Este hecho ha dividido al MAS en dos bandos, de tal forma que, a pesar de que su partido es amplia mayoría en el Congreso, el presidente Arce no tiene manera de hacer aprobar sus propuestas legislativas y tiene que negociar presupuestos y políticas públicas con una fracción de su propio partido, como si fuera de oposición. La negativa de Evo a retirarse de la vida política ha causado así un problema de gobernabilidad y riesgos de ruptura en su propio frente político. En México, el “escenario boliviano” se produciría si y sólo si Claudia Sheinbaum decide asumirse como verdadera presidenta y empieza a actuar cuanto antes como una líder con autoridad política en su partido, y al mismo tiempo López Obrador le niega esa posibilidad. Mientras más tarde Sheinbaum en tomar distancia de su mentor, menor será el poder que tendrá para desarrollar su propia agenda y ganar autonomía política personal. Sheinbaum tiene varias condiciones a favor: es la candidata oficial, no pueden sustituirla y ni a Morena ni a López Obrador le convendría una crisis dentro de su partido a unas semanas de la elección. De no hacerlo, Sheinbaum ganaría como mera delegada del líder y estaría bajo su sombra, porque López Obrador mantendría una autoridad moral indiscutible y la posibilidad incluso de castigar cualquier insubordinación futura mediante la amenaza de promover un proceso de revocación de mandato en cuanto esto sea posible. Aun en caso de una división en Morena en el corto plazo, al principio del gobierno, a Sheinbaum le conviene distanciarse para ganar la autoridad política que ahora no tiene y poder llevar a cabo las reformas que urgentemente necesita el actual gobierno disfuncional.
Estos escenarios nos indican hasta qué punto un régimen populista entra en crisis en la sucesión presidencial si el líder fundacional es incapaz de reelegirse y, una vez aceptado esto, no es capaz de autolimitarse y ceder efectivamente el poder. López Obrador se considera a sí mismo un líder histórico que ha producido una transformación que hoy mismo ya significa un cambio radical del orden político. Por tanto, difícilmente admitirá una crítica o corrección a algo que considera un legado irrenunciable. La pesada sombra del líder populista pesa y seguirá pesando sobre la frágil democracia mexicana.
Texto publicado originalmente en Nexos. Agradecemos a su autor la autorización para reproducirlo