Por Darío Fritz
La exuberancia de la presencia del Estado puede ser tanto un antídoto como un flan de pronta defección. Para los primeros cabe la brutalidad del caso ruso, ya sea para su sobrevivencia o imposición. Y no sólo por el poder omnímodo que adquirió a partir de 1917 hasta la autoeyección soviética de 1989. En 1812, el zar Alejandro I y sus generales arrasaron con fuego más de dos tercios de los 9,000 edificios, casas e iglesias, de Moscú, en una estrategia que Napoleón nunca vio y le significó la derrota. Una estrategia similar a la de 1941 cuando Stalin y sus generales dejaron avanzar a las tropas de Hitler que sucumbirían en el helado frío a unos pasos de Moscú. Todo aquello se pagó con millones de vidas de rusos muertos de hambruna y en campos de batallas, pero triunfantes al fin, en lo que sería el principio de la caída del nazismo. Stalin, apropiado el Estado, llevó a la muerte a unos 7 millones de sus compatriotas, entre asesinatos de opositores, traslados forzados, campos de concentración y hambrunas. Ese Estado exuberante por su control no se ha perdido, pese al reingreso ruso a la economía capitalista depredadora tras la caída del régimen soviético. Vladimir Putin lo ha reforzado con creces. Ya ni opositores tendrá para las próximas elecciones. Así como le hizo con la periodista Anna Politkóvskaia, el oficial de inteligencia Aleksander Litvinienko o el multimillonario Mijaíl Jodorkovski, al último crítico al que sus adversarios se habían plegado, Alexis Nalvalny, se lo ha dejado morir en una cárcel.
Ante aquella exuberancia por presencia, control, violencia, temeridad del Estado, se le contrapone otro Estado, cada vez más profuso también, en propiciar desigualdad. Lejano, distante, displicente, obtuso. El que no da educación a varios millones de niños a los que las escuelas les quedan a varias horas de distancia, necesitados de acompañar a sus padres en las labores diarias para sobrevivir. El que abandona la atención de salud, sin estructura, equipamiento ni profesionales especializados, para que el mercado resuelva con más costos para presupuestos familiares exiguos. El que pone palos en la rueda para abrir emprendimientos comerciales o el que no escucha la queja de los vecinos porque un nuevo edificio en la zona les quitara el agua. El que propicia llegar tarde a sus actividades al trabajador porque no da mantenimiento a su servicio de transporte, el que paga pensiones miserables. El que permite desertificar la tierra para abrir espacio a la agricultura desenfrenada y al turismo invasivo. El que contamina con la extracción de energías fósiles. El que hace pagar a la ciudadanía los impuestos de sus empresas de pésima gestión, el que permite la extorsión de sus funcionarios policiales y judiciales, el que olvida consciente otorgar seguridad para transitar sus calles, carreteras, playas, asistir a un bar o a un restaurante.
¿Después de la revolución, los hombres son más felices? se preguntaba un personaje de León Tolstoi, en Guerra y Paz. En días pasados, aquel Estado flan asistía alegre al reemplazo que experimentaba en manos de la Iglesia católica a sus funciones de garante de la tranquilidad y convivencia en zonas donde el crimen organizado se ha apoderado de sus facultades de policía y administración. A pesar del incremento de presupuestos para sus fuerzas militares, el despliegue de tropas —el caso hace dudar de que eso ocurra realmente— y el discurso de que la paz no ha sido alterada. Mientras los curas contaban su defección, porque nada lograban, como ya hubo otros casos anteriores —¿Se acabó la violencia cuando la curia perdonó a los hermanos Arellano Félix por el asesinato del cardenal Posadas?—, los transportistas de medicamentos, materiales de construcción, alimentos, paralizaban sus actividades ante el silencio oficial porque varios puntos de las carreteras y autopistas del país son territorios liberados a cualquier tropelía de criminales. El personaje de Tolstoi concluía que tal felicidad no llegaba para los hombres, quienes sólo aspiraban a la libertad. Se las había quitado quien supuestamente se las daba, Napoleón Bonaparte.
@DaríoFritz