Las reformas de López Obrador: la restauración priista por vía democrática

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Por Alberto J. Olvera

Es urgente llamar a las cosas por su nombre: las reformas constitucionales y legales propuestas el pasado 5 de febrero por el presidente López Obrador en el ocaso de su mandato ilustran de manera transparente la naturaleza autoritaria de su proyecto político. Más allá del pastiche discursivo “humanista” y la confusión total entre políticas públicas, leyes secundarias y mera reglamentación que están mezcladas en sus propuestas, AMLO nos propone ni más ni menos restablecer el régimen del partido casi único y anular en los hechos la autonomía relativa de los poderes Legislativo y Judicial. El llamado a Morena y aliados a obtener una mayoría calificada en las dos cámaras del Congreso y aprobar cuanto antes el nuevo paquete de reformas no sólo busca anular los espacios de innovación programática de su sucesora, sino que en realidad plantea una auténtica contrarreforma de los escasos avances democráticos logrados en los últimos veinticinco años, así como una radicalización del paternalismo y clientelismo estatales. Estamos frente a un intento de restauración del viejo orden autoritario. No es algo que vaya a suceder por decreto, por fortuna. Se trata antes que nada de otro ejercicio distractor que busca alejar el debate público de los grandes problemas nacionales. Pero este nuevo acto circense de López Obrador es un sinceramiento político: como legado, AMLO propone la reconstrucción plena del régimen autoritario.

Las reformas más importantes propuestas por López Obrador, que por lo demás él sabe que no serán aprobadas en el actual periodo de sesiones del Congreso, atacan tres pilares de la precaria democracia mexicana, construida penosamente en lo que va de este siglo. En primer lugar, la reforma judicial propone la elección popular de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de los magistrados más importantes en todo el sistema judicial federal. Se trata así de politizar la justicia y ponerla bajo el control del partido mayoritario, anulando su ya de por sí escasa autonomía política. Exactamente eso hizo el PRI mediante el control del congreso a lo largo del régimen autoritario.

La reforma electoral que propone López Obrador es igualmente regresiva. Eliminar la representación proporcional en las dos cámaras del Congreso es garantizar la vuelta del partido hegemónico. Elegir popularmente a los consejeros electorales y a los magistrados del TEPJF es volver partidarios a los órganos encargados de la imparcialidad en los procesos electorales. Disminuir el financiamiento público a los partidos sería buena idea si viniera acompañada de verdaderos procesos de fiscalización del financiamiento privado y de control del gasto electoral, sobre lo cual no se dice nada. Por otra parte, no se atiende el problema de la intervención de la delincuencia organizada en la política vía financiamiento ilegal, condicionamiento de candidaturas y abierta violencia política, que crecen como la espuma sin que el fracturado sistema de justicia pueda hacer algo para controlar esos procesos, que están destruyendo desde abajo la democracia electoral.

El tercer pilar a ser destruido son los órganos autónomos, donde el presidente arrasa parejo con todo, tanto los garantes de derechos como las instancias de regulación económica, con la excepción de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, cuyo sometimiento pleno a AMLO parece haberle garantizado la protección de su furia. Es cierto que en la creación de los órganos autónomos, especialmente el INE, el TEPJF y el Inai, hubo reparto de posiciones entre los partidos, y que en las sucesivas renovaciones de sus miembros ha habido momentos de franca y abierta manipulación partidaria, a grado tal que la autonomía política de los mismos ha sido relativa. También es cierto que padecen de gigantismo burocrático y que sus titulares gozan de prerrogativas excesivas. Pero su función ha sido muy importante: en el caso del Inai, el derecho a la información ha permitido develar algunos de los mecanismos de corrupción al interior del gobierno, obtener información que debería ser pública pero que es ocultada y denunciar omisiones y abusos en el ejercicio del poder. En el caso del INE, organizar elecciones más o menos limpias ha sido esencial para la supervivencia de nuestra minimalista democracia. En ambos casos, es necesario hacer ajustes administrativos radicales y mejorar los procesos de designación de sus titulares para evitar la manipulación de los partidos, pero desaparecerlos o colonizarlos políticamente equivale a la anulación del ejercicio de derechos fundamentales. De hecho, ya el presidente López Obrador ha puesto un manto de opacidad a las obras públicas principales y a los temas de seguridad pública al militarizar una buena parte de su gobierno. Las consecuencias están a la vista: hay una corrupción enorme que no se puede documentar, y no se pueden evaluar los impactos de la política social, como en la época priista.

Los organismos de regulación económica, como la Comisión Nacional de Energía, la Comisión Federal de Competencia Económica, el Ifetel y otros, fueron creados hace diez años en el último paquete de reformas constitucionales neoliberales, que buscaban cumplir disposiciones derivadas del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica. Y en efecto, están ahí para garantizar que el capital privado pueda invertir en las industrias energéticas y para evitar monopolios estatales y privados en los distintos mercados. Todos los países tienen agencias similares, con distintos modelos legales e institucionales. El presidente quiere desaparecerlos pues son un obstáculo para la reconstrucción de los monopolios estatales en las industrias de energía. Pero la apertura de estos mercados está convenida en el Tratado de Libre Comercio vigente. Por tanto, no es posible ni conveniente desaparecerlas, sino que más bien hay que fortalecer su capacidad técnica y eficacia legal y garantizar su autonomía, tanto de los actores del mercado como del Estado.

Cabe recordar que el mandatario siempre ha confundido la propiedad estatal de empresas estratégicas con la soberanía nacional, en la lógica del nacionalismo del siglo XX, en la fase previa a la globalización. La autosuficiencia energética puede lograrse en México, como en todos los países, mediante la regulación estricta de las empresas privadas y el establecimiento de una política nacional que, sin dilapidar el capital estatal, mantenga una sana presencia del sector público. Sin embargo, López Obrador ha puesto todo su empeño en una reestatización de los mercados de energía a través de la CFE y de Pemex, que en la práctica ha resultado catastrófica. La producción de crudo ha caído, las refinerías son tan ineficientes como siempre, la nueva aún no produce, y la CFE ha regresado a la producción de electricidad con combustibles altamente contaminantes. Hay un atraso monumental en la transición a energías limpias. Por varios años Pemex ha recibido más inyecciones de capital que el presupuesto que ha recibido la Secretaría de Salud, sin que por ello haya disminuido su endeudamiento. Es criminal el desperdicio de capital estatal que ha tenido lugar en estas empresas. Es preciso dejar atrás los empeños estatistas que para colmo se han producido sin la menor reforma de las empresas públicas, que siguen colonizadas por redes de corrupción y mafias sindicales.

Dentro del paquete de reformas hay un nuevo intento de constitucionalizar el control del ejército sobre la Guardia Nacional. Ya la Suprema Corte falló en contra de esta medida, que se legalizó poco tiempo atrás vía legislación secundaria. El gobierno federal está en abierta desobediencia al no acatar esta decisión. AMLO no toma en cuenta que la experiencia ha demostrado que el Ejército no es la solución a la crisis de violencia e inseguridad. México ostenta hoy el vergonzoso primer lugar en el Indice Global de Crimen Organizado por encima de Myanmar y Colombia, destacándose la absoluta impunidad de los delitos de extorsión, tráfico y trata de personas, crímenes y desapariciones. Estamos en el sitio 124 en materia de resiliencia contra el crimen, reprobados en cuestiones tan básicas como la falta de liderazgo político, transparencia y rendición de cuentas, el sistema judicial, los cuerpos de seguridad, etc. A cinco años de gobierno, López Obrador no puede decirse víctima del pasado. Esta omisión en materia de seguridad y justicia, la peor de toda su gestión, ha cobrado un precio brutal sobre los sectores más vulnerables de la población. Se explica así que México haya vuelto a ser el país con más personas detenidas en los cruces fronterizos con Estados Unidos desde 2022. Cientos de miles de mexicanos están huyendo de la violencia ante la ausencia del Estado en múltiples regiones del país. Lo malo es que precisamente por eso no podrán votar, por lo que no son un peligro para Morena.

La constitucionalización de los subsidios a ciertos sectores de la población y de algunos programas sociales es una mera estratagema electoral, pues se trata de políticas sociales contingentes, no permanentes, que, por cierto, siguen sin hacer públicos sus padrones. Es tanta la opacidad en el ejercicio de los muchos programas de subsidios que no hay manera de evaluar su impacto. La pensión a adultos mayores ya está constitucionalizada, al igual que los derechos a la salud, a la educación y a la vivienda, los cuales, por cierto, son letra muerta ante la incapacidad del estado para garantizar el acceso universal de la población a los mismos.

La cuestión de las pensiones es mucho más compleja y no la va a resolver la propuesta de tornar en ley máxima que los trabajadores al jubilarse ganen la misma cantidad de su último salario. AMLO ha localizado un tema muy sentido, pero demagógicamente ofrece resolverlo mediante un artículo constitucional incumplible. En la mejor tradición del viejo régimen, AMLO quiere tornar la ley máxima en un programa que tal vez algún día se logre alcanzar, sin definir los cómos, los cuándos y las condiciones.

En fin, al revisar el paquete de ocurrencias dispersas que hemos conocido el 5 de febrero uno se pregunta cómo es que el presidente ha hecho creer a la nación que vivimos una “transformación” de orden histórico. De acuerdo a lo experimentado por los mexicanos, hay mucho más continuidad con el viejo régimen que cambio. La reestatización del sector energético es un fracaso económico, ecológico y político, además de ser un proyecto regresivo, innecesario y preservador de las estructuras y pactos del viejo régimen. La ampliación de programas de subsidios y su generalización ha sido positiva en términos de ingreso para la población más pobre, pero no ha cambiado sus condiciones de vida, ni les ha dado mejor educación, salud, vivienda y transporte, áreas que por el contrario, se han deteriorado de manera significativa. Sobre todo, no les ha dado dignidad. Las colas en los cajeros y oficinas del Banco de Bienestar, en los hospitales y en las escuelas en tiempos de inscripciones son la demostración de la condición precaria de la vida de los pobres y de su dependencia de un gobierno que los trata como meros beneficiarios de su infinita bondad.

Por otra parte, la militarización de la Guardia Nacional no ha resuelto ni resolverá la crisis de seguridad y justicia y la cesión a las fuerzas armadas de amplias áreas de la gestión pública ha tenido el nocivo efecto de crear un nuevo grupo de interés dentro de la clase gobernante: el alto mando militar, que ahora goza de un poder económico y territorial que desde la época del maximato no tenía.

Dejar grabadas en piedra políticas de subsidios mal diseñadas, la militarización, la reestatización del sector energético por medio de empresas fallidas y mal gestionadas, y el control político del Poder Judicial y de las instituciones autónomas sería un retroceso de décadas en nuestro precario y nunca consolidado proceso de democratización.

Ante la inminencia del final de su mandato, AMLO no sólo interviene en el proceso electoral y distrae la discusión de los graves problemas nacionales, sino que nos está diciendo que si no pudo realizar sus aspiraciones, fue porque los partidos de oposición, los actores de la sociedad civil, los medios, jueces perversos y organismos autónomos bloquearon sus grandes proyectos. En suma, que los débiles componentes de nuestra precaria democracia: los contrapesos, los equilibrios, la rendición de cuentas, han sido distractores de la voluntad popular por él representada. Para superar esos obstáculos, nos plantea la necesidad de reconstruir el viejo régimen, pero por la vía democrática. Resulta entonces que la Cuarta Transformación ha terminado siendo en realidad un proyecto de regresión al pasado autoritario, paternalista y estatista.

 

Publicado originalmente en Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo en La Clave.