Por Darío Fritz
El club de los chicos duros se continúa agrandando. Y aunque es difícil encontrarlos a todos juntos, la confraternidad allí está, llámese aupando a uno de ellos o lanzándose flores a miles de kilómetros de distancia, a fin de que se visibilice ese espíritu de cuerpo tan propio de los convencidos del orden a base de imposiciones. Ocurrió en Buenos Aires este domingo pasado. Javier Milei asumía la presidencia argentina y los rodearon alguno de esos chicos aliados por el odio al que no piensa igual, los valores democráticos destazados o la irascibilidad hacia el extranjero.
De Milei algo hemos dicho por acá, la aventura de palos de ciego apoyada por 56 por ciento de sus compatriotas comenzará a ver sus resultados en próximas semanas y meses, pero entre quienes se acercaron a participar de su fiesta están el Jair Bolsonaro brasileño que intentó impedir con un motín de sus seguidores la asunción de Lula da Silva; el ultraconservador húngaro, Viktor Orbán, un personaje criticado por restarle independencia al poder judicial y atacar derechos de las minorías como la comunidad LGTBI; y por último, el presidente ucraniano, Volodimir Zelenzky, que donde puede arrimar apoyos en la guerra contra Rusia hace valer su agenda, pero que al interior de un país donde no hay más cabeza que para pensar en cómo evitar que la bota rusa los aniquile, se ha hecho fuerte con la presencia de grupos políticos y sociales de ultraderecha, preponderantes en las revueltas antirrusas de 2014.
Podrían haber estado Donald Trump y Elon Musk, el salvadoreño Nayib Bukele, o la italiana Giorgia Meloni. Y aunque se hayan caído sus asistencias, el alborozo de todos ellos con el outsider de la política argentina -varios lo son también- se constató previamente en contactos verbales personales y expresiones pública. El tamaño del escaso peso internacional argentino, así como las profundas dificultades económicas del país y las contradicciones que suele aportar el propio Milei, desconocido en el mundo hasta hace cinco meses, pudieron haberse configurado como un fuerte impedimento para que la mesa estuviera completa.
Si bien los une a todos un populismo de derecha y realidades muy distantes, las contradicciones también los ensamblan. Y cierta soledad en sus extremismos. Más allá de las afinidades ideológicas, el intercambio comercial de Buenos Aires con Kiev y Budapest es insignificante. Lo mismo que con El Salvador. Zelensky y Orbán están distanciados por la guerra. El húngaro juega con Rusia en el tablero diplomático y se niega respaldar el ingreso de Ucrania a la Unión Europea, un ajedrez en el que busca obtener ventajas ante los cuestionamientos a sus políticas autoritarias de los socios de la UE. Ambos conversaron el domingo durante la asunción, a cara destemplada, pero eso no quita que quizá días después nos enteremos que se hayan reunido en secreto. Zelensky no logra aún convencer a los republicanos de que le apoyen presupuestos militares por sus disputas con Biden y los demócratas, pero un triunfo de Trump -algo muy posible en las elecciones de noviembre de 2024- igual le abriría las puertas, en caso de continuar la guerra para entonces. Milei a su vez, se deja arropar por Bolsonaro -condenado a ejercer cargos públicos- y le mete una cizaña inverosímil a la relación con Brasil, su principal socio comercial y gobernado por Lula, a quien ha despreciado por sus políticas de izquierda.
Las derechas y ultraderechas se hacen fuertes en contra del orden establecido, apelando a una rebeldía que alguna vez fue de izquierdas -en Buenos Aires también estuvo un socio con opciones futuras muy serias, el líder de la española VOX. El antiprogresismo, confinar derechos, instalar el negacionismo, desterrar la migración o el islam son banderas eficientes que hoy ganan votos. Ninguno de estos personajes reunidos en Buenos Aires seguramente querrá faltar a la mesa el 20 de enero de 2025, si Trump vuelve a jurar ante el Capitolio al que sus huestes intentaron capturar tres años atrás.
@DarioFritz