Delirios de grandeza

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Por Uriel Flores Aguayo

Nuestro Presidente encuadra en la tipología de los líderes populistas. Son carismáticos, recios, narcisistas, grandilocuentes, pragmáticos y autoritarios. Forman su propia religión política. Se vuelven adictos al poder. Su problema no es ideológico, es psicológico. Tienen rasgos mesiánicos. Así es su personalidad, enjundiosa y epopéyica. No caben en un lugar, en un puesto ni en un tiempo. Se asumen trascendentes en la historia. Quieren dejar su legado y a sus herederos. Todo gira en torno a ellos. Fomentan el culto a la personalidad. Viven de la propaganda. Evaden todo problema que altere su narrativa triunfal. No dialogan con nadie ni reconocen la pluralidad. Por supuesto lo suyo no es la democracia.

En términos generales son autoritarios, en muchos casos se vuelven totalitarios. El autoritario destruye con leyes y verbo, el totalitario reprime y mata. En países como México no se pueden reelegir, en otros países sueltan el poder hasta que “cuelgan los tenis”. Aquí, trabaja para su popularidad y la conservación del poder. Cueste lo que cueste.

Su nivel no es de Estadista en el sentido de que no respeta la división de poderes, viola las reglas democráticas y gobierna para su partido. Sostener su popularidad implica hablar a todas horas, omnipresente, hasta con los codos. Por cierto, con alguna excepción, casi todos los expresidentes terminaron con niveles similares de popularidad. Hitler también fue muy popular.

Gobierna con la voz y las órdenes. Sostener la narrativa gloriosa de una imaginaria transformación implica mentir y manipular. Hacerlo a niveles de mitomanía. Pierden contacto con la realidad y la verdad. Ya no distinguen lo falso de lo verdadero. Sin asesores de nivel y equipos profesionales, gobierna con ocurrencias. Ese es el origen de las obras gigantes que van para ser elefantes blancos. Prescinden de estudios, condiciones ambientales, consultas a la comunidad y perspectiva de rentabilidad. Son un seguro fracaso.

Popularidad personal no se traduce en buen gobierno. Mucho menos en construcción de ciudadanía y desarrollo democrático. Mantener el ego presidencial y sus delirios de grandeza cuesta demasiado caro en términos presupuestales y democráticos. Son un huracán que destruye en lugar de transformar. Hacen cirugías con machete en las dolencias sociales e institucionales. No construyen.

Sus seguidores más fieles se vuelven fanáticos creídos de las cualidades casi divinas del que no es más que una persona con poder. Sus bases de apoyo tienen que ser sumisas y crédulas en absoluto. No hay otras maneras de una relación sana y horizontal entre el líder populista y el pueblo. Dudar o disentir está prohibido. Quien lo haga, aún en lo mínimo, es un traidor. Así como él sus seguidores tampoco dialogan. Su nexo es de fe.

Toman su puesto y sedes de poder con un sentido patrimonialista. Les pertenecen y no tienen por qué rendir cuentas. Sustituyen a las ideas con expresiones desproporcionadas. En esa línea hicieron el mejor aeropuerto del mundo, Gatell es el mejor médico del mundo, el presidente es el más atacado en la historia y Cuitláhuac es una bendición para Veracruz. Todo es falso, pero decora sugestivamente un discurso de epopeya.

En general es una pena que AMLO se haya revelado tan autoritario y solo piense en ganar elecciones. Rodeado de oportunistas y mediocres seguramente será traicionado y abandonado más temprano que tarde. Tuvo todo para ser un gran Presidente. Lo perdió su personalidad redentora.

Recadito: gratas experiencias de gestión con AHUED.